Trastorno depresivo persistente

Ángel Ortega

Después de (casi) 51 años de sentirme como una mierda de forma continua, de llevar 10 en tratamiento psiquiátrico alternando fluoxetina, venlafaxina, desvenlafaxina, brintellix, litio, paroxetina, topiramato y otro montón de cosas que he olvidado y que no me han servido para nada, de sufrir el mono de desegancharme de todas ellas, de acudir mensualmente a un psiquiatra privado que me costaba una pasta pero que no me solucionó nada y de ser ignorado cada cuatro meses por el psiquiatra de la seguridad social ha tenido que venir otro médico a ponerle nombre a la mierda que me pasa.

Sí, todos coinciden en el término depresión, claro, pero no hay que ser muy listo para que saber que un tío cuyo único pensamiento es quitarse de en medio tiene que estar sufriendo algo de esto. Y dada la cantidad de variantes de transtornos del ánimo que existen decir que alguien está deprimido es casi tan preciso como decir que está malito.

El otro día el médico del reconocimiento médico obligatorio que la empresa me hace una vez al año (y cuya única obligación es certificar que no estoy muerto todavía por fuera y que soy apto para que me sigan encargando cosas) me hizo enumerarle (otra vez) todas las cosas que sentía y me dijo que eso tenía un nombre muy concreto: PDD, del inglés Persisten Depression Disorder, antes conocido como distimia, que viene del griego y significa «estado de ánimo anómalo». La característica principal es sentirse así al menos durante dos años seguidos (toda la vida es más que dos años) y no haber tenido jamás momentos de manía (es decir, sentirse súper-bien) o hipomanía (es decir, sentirse medio-bien).

Los síntomas del PDD son:

Cuando dijo la palabra desesperanza casi se me saltan las lágrimas. El diccionario la define como «Estado de ánimo del que no tiene esperanza o la ha perdido». Es esa sensación de que, hagas lo que hagas, nada va a servir de nada. Hasta es el nombre de un puto bolero.

Los ignorantes creen que este pesimismo y esta sensación de futilidad ante el esfuerzo y las recompensas futuras forman parte de una especie de postura que yo tomo ante la vida de forma consciente. Como si yo viera la vida así porque quiero o porque no acepto mis derrotas «como un hombre» (lo he oído). Por mí os podéis ir a tomar por culo y decirle esto mismo a un enfermo de cáncer o de enfisema pulmonar o de Alzheimer, que están así porque les sale de los cojones y que lo que tienen que hacer es «cambiar el chip».

Pero, le dije al doctor, este es mi estado «normal». Cíclicamente tengo episodios aún más horribles en los que todo se agudiza y en los que el 99% de mis pensamientos son el suicidio. Llegué a tener hace unos años, durante un par de meses seguidos, la cabeza llena de una sola imagen: la pistola neumática de pistón cautivo de la película No es país para viejos aplicada sobre mi frente y pulsando el gatillo, así una, y otra, y otra, y otra vez, hasta llegar a no sentir nada.

Entonces me dijo que, a menudo, los enfermos de PDD atraviesan etapas de MDD, el trastorno depresivo mayor, en los que la falta de placer o esperanza, el desprecio a uno mismo y el desear morirte como único objetivo se convierten en agudísimos. Esta condición por la que los enfermos de PDD pasan cada cierto tiempo la conocen como double depression y es como cuando te sale el premio doble en las tragaperras o te toca la lotería y las quinielas el mismo día.

No sé si tener un nombre para lo que me tortura desde niño me sirve para algo. Ni siquiera es un nombre concreto: trastorno depresivo persistente suena como a una chufla de prisión permanente revisable. Es una prisión pero no es revisable y solo se cura con los pies por delante, que sería un solución deseable pero que nadie te deja aplicarte (¿si fuera un caballo cojo, me sacrificarían?).

Solo sé algunas cosas: que si hubieran nacido en Texas y hubiera tenido un arma en casa no habría llegado a conocer los ordenadores y que el paracetamol, recurso (engañosamente) accesible para los suicidas, contiene un emético que hace que lo vomites todo antes de que el daño sea permanente.