Víctor

Ángel Ortega

Este tío aterrador es Víctor. Hace algo más de veinte años no era tan aterrador porque pesaba dos kilos doscientos gramos y era el ejemplar de ser humano más pequeño que yo había visto hasta entonces.

A veces recuerdo cuando él era niño y se le abrían los ojos como platos al ver su sopa, y recuerdo su olor tan dulce al salir del baño que siempre me sorprendía. Recuerdo su risa descontrolada cuando yo le perseguía y le hacía cosquillas en la piscina, y luego salíamos y nos tomábamos un helado. También recuerdo la relación entre su abuelo y él, que era un amor recíproco tan profundo que es inútil expresarlo con palabras.

Es una de las personas más honradas que conozco. Cuando su madre y yo nos divorciamos la directora del colegio nos convocó a los tres para que hablásemos de por qué sus notas habían bajado tanto. Él, pese a poderse aprovechar de la situación más fácil del mundo para escurrir el bulto y echarle la culpa a los demás, nos dijo a todos que sus notas no habían bajado debido al divorcio, sino porque él mismo se había confiado y había estudiado menos. Esto no lo hace cualquiera.

A veces se me encoge el corazón viendo a este tío enorme. Y me acuerdo de cuando era tan pequeño que casi cabía en una mano. Ese niño ya no está, y de algún modo le echo de menos, pero le ha sustituido un hombre íntegro. Y sé que no es obra mía, porque yo no le llego a la suela de los zapatos, sino que él ha forjado su propia personalidad.

Me siento agradecido de que él sea mi hijo.