Hace muchos años, cuando todavía vivía en Madrid, me pasó una cosa curiosa. Llegué una tarde a casa hecho polvo después de un día horrible, con los pies y la cabeza como si me fuesen a estallar. Era otra de esas veces en las que todo parece una encrucijada, en las que el esfuerzo no recompensa, en las que no hay guión ni planificación sino solo una huida hacia adelante. No había nadie más en casa. En el salón me quité los zapatos y me tumbé en el sofá. Y así, mirándome los dedos desnudos de los pies, me quedé dormido.
Nada de esto sería curioso si no fuera porque soñé que estaba tumbado en el sofá, mirándome los dedos de los pies, exactamente en la misma posición en la que estaba en el mundo real. Vi que por el pasillo entraba mi gata Vodka sin dejar de mirarme con esa cara de perdonarte la vida que ponen a veces los gatos. Se me acercó y saltó al brazo del sofá donde tenía apoyados los pies y se sentó allí, mirándome, como si estuviera en un púlpito. Entonces comenzó a hablar. En un tono sereno, con una voz firme y femenina de contralto, me regañaba; su discurso fue breve pero bien articulado y me di cuenta de que tenía razón en todo lo que me decía y me sentí culpable.
De repente, me desperté. Fue en ese preciso instante cuando me di cuenta de que había estado soñando. Aún sobresaltado por la regañina me fijé en que Vodka, como acaba de experimentar un instante antes, llegaba por el pasillo mirándome, se me acercaba y se paraba delante del brazo del sofá. Empecé a inquietarme, aún bajo el influjo del sueño y sintiéndome como un niño al que han pillado después de hacer algo malo. Vodka saltó sobre el brazo del sillón y me miró. Pero en lugar de empezar a hablar, me mordió el dedo gordo del pie derecho, que era su forma de decir que estaba ocupando un espacio que era suyo. Retiré el pie y ella se tumbó y me ignoró.
Entonces me percaté de que hasta ese momento había recordado las palabras exactas que Vodka me había dicho en el sueño, pero ya no; estaban borradas. Hice un esfuerzo por recuperarlas, pero fue inútil.
Y así, con la sensación de haber perdido un mensaje importantísimo, pasaron los años y me olvidé del asunto hasta que una vez, en una conversación banal con mi jefe sobre política o las ventas o algún cliente moroso él dijo:
—Haz lo que tienes que hacer. Solo tú puedes hacerlo.
El corazón me dio un vuelco porque recordé como en un fogonazo que esa era exactamente la misma frase que Vodka me dijo en sueños unos años antes.
Me evadí con la fugaz sensación de haber recuperado un tesoro perdido; pero no tardé en darme cuenta de que aquello era una gilipollez, el clásico mensaje vacío de algún gurú cutre o de algún haiku zen que no es más que una obviedad disfrazada de pensamiento profundo.
Así que me quedé decepcionado y perdido una vez más. Han pasado otros tantos años desde aquello. De cuando en cuando, ya que solo yo puedo hacerlo, intento hacer lo que tengo que hacer.
Pero nunca parece ser suficiente.