En aquel tiempo la gente coleccionaba discos porque eran piezas únicas. Era muy difícil conseguir algo que no estuviese de moda en el momento y no había ningún canal sencillo para encontrar cosas viejas como no fuera bucear en las tiendas de compra-venta confiando en tu suerte o viajar a Londres para ir a comprarlas a HMV o a Virgin, que pocos nos podíamos permitir.
Por razones irrelevantes me había juntado con dos copias del disco Manifesto de Roxy Music. Una me la había regalado mi hermana; la otra, ni idea. No era un disco especialmente interesante (al menos para mí, que del grupo me gustaban los trabajos posteriores).
Una noche me presentaron al amigo de una amiga de un amigo en el Libertad 8 durante unas veladas de lectura de poesía. Se llamaba Joaquín, era bastante mayor que yo y era un apasionado del arte pop de los 70. Según él tenía una de las colecciones más increíbles de discos de vinilo de todo Madrid (lo de «discos de vinilo» es algo que se dice ahora, entonces eran simplemente discos o cassettes), especialmente de un grupo que yo no conocía que se llamaba Mannheim Steamroller. Me estuvo dando la tabarra sobre las maravillas de la banda durante toda la noche, copa tras copa, hasta que el resto de amigos se fueron yendo y yo me quedé con él. Cerramos el Libertad y fuimos a otro sitio cercano donde la conversación fue parecida hasta que mencioné a Roxy Music.
Él andaba buscando como loco el disco que yo tenía repetido.
Se lo comenté y le dije que le regalaría una de mis copias; él, completamente apasionado, me dijo que de ninguna manera, que era un objeto muy valioso y que esa transacción merecía ser pagada con justicia. Yo insistí pero fue inútil; convinimos en que me pagaría diez mil pesetas por él.
Nos despedimos y nos retiramos tras intercambiar nuestros teléfonos. Al día siguiente me llamó por la mañana a primera hora, cuando yo aún andaba con la cabeza como un bombo y la boca con sabor a extintor de incendios como diría Larry. Me costó reconocerle y recordar de qué iba todo aquello; según él teníamos que vernos como fuera y hacer efectivo el intercambio.
Yo le estuve dando largas durante varios días, entre otras cosas porque tenía planes más interesantes. Me llamó todos los días durante una semana hasta que dejó de hacerlo.
Unas semanas después, otro sábado por la mañana buscando algo que escuchar me encontré con los gemelos Manifesto en mi escasa colección de música. Me acordé de Joaquín y de su interés en comprarme uno de ellos y decidí llamarle; lo intenté varias veces, pero no conseguí hablar con él porque su número no me daba tono. También me había dejado su dirección, así que decidí que qué mejor forma de joder un sábado poco prometedor que darme un paseo hasta el barrio de Aluche con el disco en una de esas bolsas de plástico cuadradas que ya no existen a ver si daba con él.
Así lo hice; me presenté en su casa, llamé al portero automático y me presenté. La voz al otro lado titubeó, pero acabó abriéndome la puerta. Subí y me estaba esperando en el rellano de la escalera.
Estaba demacrado como si estuviera enfermo, con ojeras hasta los pies, barba de varios días y un botellín de Mahou en la mano. Me dio la sensación de que estaba incluso más calvo de lo que recordaba. No obstante, con notable esfuerzo, se mostró efusivo y me invitó a pasar.
Tenía toda la casa revuelta, ropa de cama en el sofá del salón, cortezas de queso y migas de pan por el suelo y un comedero de perro embarrado de galletitas en una esquina. Todos los signos indicaban que era un mal momento; pregunté si debía volver otro día pero él me insistió en que todo estaba bien.
Había discos por todas partes. En el salón todas las paredes menos la del sofá estaban cubiertas por estanterías baratas a reventar; discos en la cocina, discos en el baño, discos por los pasillos apilados en el suelo. No entré en el dormitorio, pero seguro que estaba igual.
Me ofreció una cerveza y se disculpó por no tener algo con qué acompañarla. Me estuvo enseñando su colección horas y horas. El ambiente estaba tan cargado que le pregunté dos veces si abríamos la ventana para ventilar un poco aquello; él no pareció oírme de lo entusiasmado que estaba.
Tenía palmos y palmos de discos de Mannheim Steamroller. Muchos de ellos conservaban aún el envoltorio de plástico sin abrir. Me dijo que eran joyas y que yo debía escuchar al grupo en alguna ocasión, pero que no iba a ponerme ninguno de los suyos para no degradar el vinilo.
Como se me hacía largo le interrumpí y le entregué el disco de Roxy Music. Él lo cogió con mucho cuidado, lo sacó de la funda, le quitó el polvo con la manga. Después de contemplarlo un tiempo me dijo que lo sentía en el alma pero que no tenía las diez mil pesetas que me había prometido; yo le contesté que daba igual, que desde el primer momento había pensado en regalárselo y que eso iba a hacer. De nuevo se negó, usando exactamente las mismas frases que aquella noche, una y otra vez. Finalmente, me dijo que esperara; entró en el dormitorio y volvió al rato con una bolsa de plástico.
No tenía dinero, me repitió, pero a cambio del disco me daría un puñado de monedas de Alfonso XII de 1877 que había heredado de su abuelo. Yo me negué. Él insistió. Así estuvimos un buen rato hasta que claudiqué y las acepté.
El disco tuvimos que escucharlo entero. Como ya he dicho, a mí me parecía aburrido, pero él disfrutó un montón. Decidí irme; a la salida volví a fijarme en el comedero con el emplasto de galletas de pienso y me di cuenta de que no había visto ningún perro en toda la mañana, pero creí mejor no preguntar. Finalmente nos despedimos. No volví a verle.
Unos años más tarde, en una tienda de coleccionistas, vi un disco completamente negro de Mannheim Steamroller y, recordando a Joaquín, me lo compré, movido por la curiosidad. No me gustó nada. Sólo lo he escuchado una vez. Si lo quieres, es tuyo.
Y finalmente el otro día cogí las monedas de Joaquín que he ido arrastrando conmigo de casa en casa y de vida en vida y me acerqué a las tiendas de numismática de la Plaza Mayor para ver si las podía vender. Allí me dijeron que aquellas monedas no valían nada. Para jugar al mus, si acaso. Que si estuviesen en mejor estado, o si fuesen de las que hubo en la misma época pero hechas de plata, quizá. Las mías son de cobre. Podría fundirlas y hacerme un cable.
La vida es cambiar cosas que no valen nada por otras que tampoco valen nada.