Cuando era niño vivía en el final del mundo. Quizá no exactamente, pero sí era el final de Madrid, en el extremo mismo de Moratalaz. Detrás de mi casa ya no había nada más que una escombrera, un barranco, y una extensión ilimitada de campos de hierbajos secos, hormigueros y cardos altos como personas adultas. Bajando el desmonte estaban los restos de las antiguas vías del tren de Arganda (el de la canción infantil, que pita más que anda) de las que apenas quedaban unas cuantas traviesas rotas. Yo solía jugar por allí con mis amigos, en tardes interminables de peleas a pedradas, de bajadas arrastraculo sentados sobre cartones viejos y, en los momentos más sesudos, incluso de cartografiar el campo conocido hasta las instalaciones del Canal de Isabel II que había mucho más allá de donde nos dejaban ir. En esos campos creí morir por primera vez, pero eso es algo que contaré otro día.
Los edificios en los que yo vivía eran grandes y altos. Estaban construidos con esa arquitectura de la expansión franquista de finales de los sesenta, feos como su puta madre, repetidos en bloques idénticos hasta la náusea por calles laberínticas en las que era fácil perderse si no eras un indígena. Por delante había jardincitos minúsculos pero por detrás no hacían concesión ninguna al horror urbano más despiadado y carente de alma.
Los bloques tenían patios traseros con una puerta de chapa oxidada bordeada de remaches, con un tirador hecho con un vástago de hierro soldado a puñetazos y una pequeña reja en la parte superior como una celda carcelaria. Agresivas. Desafiantes. Llenas de misterios para el niño que yo era. Cada una a su modo.
Habitualmente estaban plagadas de unos rectangulitos de papel adhesivo, cada uno de un color, no más grandes que mi dedo pulgar de entonces. Tardé en entender qué significaban; flechas azules, rayas naranjas, círculos rojos. Todo un lenguaje de signos incomprensible para mí. Imaginé mil cosas, pero ya no recuerdo cuáles. Las pegaban allí los vendedores puerta a puerta para comunicarse quién sabe qué, portero hostil, vieja que te abre sin preguntar, perro peligroso.
También estaban llenas de pintadas. Casi todas incomprensibles, pero sin ese rollo pseudo-artístico de los graffitti que aparecieron más tarde. Una celebraba la revolución turca, otra hablaba de las peras de Maribel, otras (muchas) eran bocetos de pollas no anatómicamente correctas. Algunas, menos de las esperadas, reclamaban libertades y muertes merecidas de dictadores hijos de puta. Una era especialmente críptica: ELVIS ES JULA. Así, en mayúsculas perfectamente tipografiadas. Creía entender la palabra del centro, pero el mensaje me resultaba completamente insondable.
Pero lo que resultaba más misterioso para mí de aquellas fachadas traseras era una ventana.
Medía menos de medio metro de alto. Estaba a la altura del suelo, en uno de los bloques del fondo, que por alguna razón no era exactamente igual a los demás. La ventana era como el lucernario de un sótano, algo extraño porque el resto de los bloques no tenían planta baja. Tenía unas rejas verticales roñosas y cubiertas de pegotes de pintura que protegían un cristal traslúcido rajado en las esquinas. El interior lo tapaban unas cortinillas mugrientas con dibujos geométricos que en algún momento quizá habían sido blancas pero que ahora eran amarillentas con lamparones marrones. Un amigo mío, propenso a lo teatral, decía que eran «más antiguas que el mundo».
Cada vez que la veía sentía una mezcla de miedo, inquietud y tristeza, como si fuese el acceso a un mundo de aflicción insoportable que te contaminase con solo acercarte. Repetidas veces soñé con ella: en mis sueños no era inmutable y cerrada, sino abierta y oscura, y yo me asomaba y veía un abismo enorme, con desniveles grises e incompletos, repleta de cañerías y tubos como raíces de árboles viejos, el mundo de desolación que imaginaba despierto pero materializado y amplificado.
Esa ventana y el horror asociado a ella formó parte de mi infancia durante mucho tiempo. Otras temporadas no ejercía sobre mí su influjo maligno: cuántas veces pusimos petardos de pela en las cacas de los perros allí mismo y jugamos a carreras de chapas en la arena que había un poco más allá y ni siquiera fui consciente de que la ventana seguía ahí. Ahora que lo pienso entiendo que el abismo me observaba separando apenas un poco la rancia tela, pero yo estaba ahí, ignorante, riendo a carcajadas o inventando tonterías.
Un día, inesperadamente, pasé al lado de la ventana y estaba abierta. No del todo, porque tenía las bisagras en la parte superior y solo oscilaba hacia dentro unos centímetros, pero para mí fue como si una barrera que había supuesto infranqueable se hubiera derrumbado. Me quedé helado. Iba solo, cosa rara, porque durante la infancia en los años setenta siempre estabas rodeado de amigos; ese día, sin embargo, no había nadie conmigo. Mis pesadillas me asaltaron y se sucedieron una tras otra como las viñetas de un tebeo. El terror me paralizaba, pero también me llamaba. Las cortinillas parecían algo diferentes y se mecían levemente por el viento. Sonaba algo.
Por supuesto, acudí, y me arrodillé. Casi me sorprendí al descubrir que el abismo de cloacas y el laberinto de tuberías no estaba allí; el interior, en penumbra, dejaba entrever una caja de cartón deformada, unas botellas sin etiqueta, algo grande al fondo como un camastro o una mesa baja. Olía a bodega, ese olor húmedo y pegajoso que también seduce un poco. Ya más cerca, comprendí que lo que se escuchaba era música. Totalmente diferente a lo que yo había oído nunca. Lenta, siniestra, amenazadora, que me encogía el corazón y me impedía salir corriendo. Si aquello hubiera sido el canto de sirena de un depredador aún seguiría allí.
Pero unos ruidos más mundanos al fondo de la estancia, voces y ruido de cubertería, me recordaron que debía alejarme disparado de allí y eso hice.
Mi relación con la ventana acabó ahí. Quizá haber visto lo que había detrás de los visillos rompió el hechizo, o me hice mayor, o una mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que volví a pasar por allí delante un millón de veces y, como tantos otros componentes del paisaje, se convirtió en decorado de la escena y desapareció de mi vista para siempre.
A veces pienso en la música que escuché aquel día y casi la recuerdo.