—Ortega, ¿usted bebe?
Me sobresalté. Estaba absorto decidiendo cómo normalizar de una maldita vez la base de datos de maniobras y equipo militar porque la disposición en aquel momento era un auténtico desastre.
Me puse en pie y me cuadré. Siempre he tenido problemas con la autoridad; en aquellos días trataba de ocultarlos sobreactuando.
—¿Disculpe, mi comandante?
—Que si usted bebe.
Tony, de espaldas al comandante Villanueva, me miró y sonrió, sin dejar de manipular hábilmente la máquina de escribir IBM eléctrica, un trasto enorme y negro como una pianola.
—Eh... —dije—. No, mi comandante. Bueno, ocasionalmente.
El comandante Villanueva era un hombre serio, bajito y calvo, con un espeso bigote. Siempre nos trató con corrección y sin esa cercanía fingida tan antipática que mostraban otros. Trabajaba de forma silenciosa y rellenaba papeles día tras día con una estilográfica dorada y unas gafitas de presbicia. Solía ser de los primeros en llegar al cuartel; leía el ABC durante un cuarto de hora como mucho y se ponía a hacer sin pausa lo que fuera que hacía hasta que se acababa la jornada.
Se me quedó mirando un instante.
—¿Quiere decir, en bodas y celebraciones?
Tony se rió, evitando por poco que el comandante lo notase.
—Pues, sí, más o menos, mi comandante —dije.
—Un poco de vino en ciertos momentos está bien —me dijo, mientras volvía a su trabajo—. Pero no haga como sus compañeros, todo el día con las litronas.
No entendí a qué se refería. Tony se levantó, cogió unos papeles y salió del despacho.
Mi amigo no podía contener la risa porque yo no solo bebía en bodas y celebraciones.
—El alcohol es mal compañero —me dijo—. Usted es una persona sana, Ortega. Trabaja bien, sabe lo que hace y no se despista. Intente no beber otro vino que no sea el de la misa.
Yo no sabía qué añadir. Aquel hombre de un mundo tan lejano al mío me apreciaba, no solo por sacar adelante el trabajo pendiente (le gustaban mis correcciones al desastre informático que aquella pantalla curva y ámbar mostraba); era un sentimiento algo paternalista y trasnochado, pero no por eso menos sincero.
—Gracias, mi comandante —dije al fin.
Miró el reloj.
—Haga usted un descanso. Y si ve a su compañero, dígale que se lo tome también, porque tengo que salir a un recado y no les voy a necesitar durante un rato.
—A sus órdenes, mi comandante.
Salí del despacho y emprendí camino al patio, donde solíamos descansar sin hacer mucho más que charlar sentados en un banco de piedra. Me crucé por los pasillos con el Teniente Coronel, con el comandante Guzmán y con el teniente Cuéllar y los saludos obligados hicieron largo el camino.
Era más de mediodía. Mis compañeros de reemplazo con puesto de conductores, esperando a que algún mando les reclamase para un traslado externo, charlaban y reían en voz alta. Alguien les había llevado un botellín de cerveza para cada uno.
—No te hemos dejado ninguno —me dijo Fidel. Su enorme mano casi cubría el envase de vidrio marrón, que aún contenía un centímetro de líquido y espuma.
—No importa —dije.
Así que aquellas eran las litronas a las que se refería el comandante Villanueva. Tuve una sensación extraña, mezcla de ternura y sonrojo.