No es fácil para mí decir algo sobre «Necróparis», una novela escrita por mi amigo Fernando M. Cámara y editada en septiembre de 2010 por NGC Ficción.
Cuando alguien que conoces de siempre y que ha compartido contigo los inicios de la pasión por contar historias publica un libro, no puedes evitar sentir una enorme alegría y una pizca de envidia, y quieres pensar que en ese libro habrá algo tuyo. No es el caso: «Necróparis» es hijo exclusivo de su creador y nace y crece de su peculiar forma de ver el lado oscuro y los miedos.
«Necróparis» no es una novela para todo el mundo. Ni siquiera es una novela para todo el mundo aficionado al terror. De hecho, para mí es difícil calificarla de novela de terror: el terror está, pero sólo es una excusa. Hay ternura. Hay imágenes del pasado. Hay prejuicios.
En la parte de atrás del libro pone esto:
"Una pareja en viaje romántico por París descubre que la ciudad se torna misteriosa e inhóspita por las noches. Se sienten asediados por las calles y en su propio hotel. Por la mañana dudan de lo ocurrido, pero pronto volverá a oscurecer y la situación se repetirá con mayor intensidad."
No es mentira, pero es como decir que «El Padrino» es una historia de mafiosos.
La pareja protagonista es real. Yo la conozco, formaron una parte muy importante de mi vida hace unos años y ahora son como ese cuento o esa sonata que cada vez que se revisita lo hace con todo el sabor. Son neuróticos, mucho. El principio del libro puede hacer a alguno abandonar; son demasiado débiles, y nadie quiere protagonistas débiles. Pero aguantar merece la pena.
Su viaje por ese París les confunde cada vez más. A veces creen estar hipnotizados. A veces creen que el mundo ha conspirado contra ellos. La confusión se contagia al lector. Quién es Mandrake. Dónde están sus maletas. De qué coño va esto de los maniquíes (yo lo sé). Si fuera cine, tendría algo de «Mulholland Drive» y de «La Escalera de Jacob», lo cual no es raro, viniendo de quien viene.
Cuando leí el primer borrador estaba casi perfecto; Fernando suele escribir como quien acuchilla a su madrastra, pero esta vez estuvo comedido y elegante. Mandó el libro a alguno de esos concursos literarios que sólo premian mierdas y perdió. Finalmente alguien vio lo que valía y se ha materializado.
Mi única aportación fue sugerir que le cambiara el título, que me parecía barato y obvio; hizo bien en ignorarme.
Suerte, amigo.