Alrededor de 1986, David Lynch estaba enamorado de muchas cosas, entre ellas de una canción.
Su película Blue Velvet podía haber sido muy diferente. Por ejemplo, Lynch había pensado desde el principio en Michael Ironside para hacer de Frank Booth; sin menospreciar el trabajo psicópata de Dennis Hopper, la película bien podría haber sido otra. También si se hubiera seleccionado a Molly Ringwald para hacer de Sandy y eso sí me cuesta imaginarlo.
Tim Buckley compuso Song to the Siren en 1969 o 1970. Es un tema folk melancólico con una letra un tanto extraña que suena así y, bueno, está bien, pero no mucho más. No fue hasta 1983 en que This Mortal Coil retomó la idea y la hizo suya. This Mortal Coil no era realmente un grupo, sino un revoltijo formado por lo mejorcito que tenía entonces la discográfica británica 4AD, es decir, gente como Colourbox, Dead Can Dance, Howard Devoto y Cocteau Twins. Dos integrantes de este último grupo, Robin Guthrie y Liz Fraser, retomaron el tema de Tim Buckley, lo convirtieron en una especie de tema ambiental y algo hipnótico y lo hicieron famoso. Lo has oído mil veces:
De esta maravilla estábamos enamorados David Lynch y yo. David la quería para su película, en concreto para la escena de amor entre Jeoffrey Beaumont y Sandy; pero el mundo de las cesiones de derechos en un laberinto infernal donde las cosas no se solucionan ni siquiera lanzándoles grandes cantidades de pasta, que él, por otra parte, tampoco tenía. Pero tenía otra cosa: un genio llamado Angelo Badalamenti al que se le pueden pedir deseos. David fue y le dijo, mira, tío, tengo esta canción que no me saco de la cabeza y que quiero poner como sea, pero, tú, es imposible; escúchala y hazme algo en la misma línea.
Si le dices eso a cualquier músico mediocre puede volver semanas después con una mierda hecha cambiando de orden los acordes; sin embargo, si se lo dices a un genio, vuelve unos días después con esta maravilla:
Se quedó con el tono algo litúrgico y la atmósfera sensual y a la vez surrealista y creó algo completamente diferente. Tampoco lo hizo solo: le acompañó en aquello otra gran creadora, Julee Cruise, con una voz prodigiosa y un estilo peculiar, parecido al de Fraser pero solo en lo superficial.
Y así David Lynch sustituyó algo genial por algo genial. No cejó en su empeño, por otra parte; unos años después consiguió meterla en Carretera perdida, supongo que por sus cojones, aunque ya no era lo mismo ni tiene el mismo efecto.
Del tema Song to the Siren han hecho versión propia decenas de artistas, entre ellos Sinead O'Connor, Brian Ferry, Robert Plant, los Chemical Brothers, Sally Oldfield y hasta George Michael (no es cachondeo). Pero entre todas ellas hay una con un valor especial a la que vuelve la guitarra de Robin Guthrie y en la que canta un autor injustamente infravalorado, Brendan Perry, voz masculina de Dead Can Dance, que convierte en oro todo lo que toca y que también fue integrante junto a Guthrie de los This Mortal Coil. Esta es su versión:
Y así penan quienes oyen cantar a las sirenas, o aún peor, quienes renuncian a escucharlas. Franz Kafka nos lo contó así:
«[...] Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
»En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.
»Ulises (por expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.
»Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.»
Al relato lo llamó El silencio de las sirenas.