Burocracia obstructiva

Ángel Ortega

En el mostrador no había nadie.

Franz se acercó hasta allí y apoyó su maletín sobre la superficie de mármol, quebrada por varias partes donde se acumulaba una suciedad entre amarilla y negra.

—¿Hola? ¿Hay alguien?

Franz se puso de puntillas para ver más allá del mostrador pero solo había una silla con la tapicería reventada, una mesita de madera con una máquina de escribir antigua a la que le faltaba el carro y un portón metálico con un ventanuco enrejado.

Franz recorrió el hall de nuevo, investigando el entorno. Por el suelo había papeles amarillentos escritos a mano con letra ilegible, recortes de periódico y pelusas como puños. También encontró un par de mierdas de gato y hojas secas.

En la pared del fondo había una lámina de corcho. Lo único que quedaba allí clavado eran algunas chinchetas, un calendario de diciembre de 1972 y la parte superior de un recorte de una revista con un artículo titulado «Conozca a su introvertido». Todo lo demás estaba tirado por el suelo.

La decadencia de aquel lugar era deprimente.

Un chirrido como del acople de un micrófono atronó en toda la estancia. Franz pensó que se le salía el corazón por la boca.

—¿Qué quiere? ¿Quién es? —dijo la voz de una vieja por algún sistema

antiguo de megafonía.

Franz respiró hondo y trató de localizar el origen del sonido pero no pudo.

—Me llamo Franz Hauzman —gritó— y quiero visitar a un paciente.

—¿Cómo?

—Vengo a visitar a un paciente.

Se produjo una pausa y otro acople.

—¿Y quién querría hacer eso? —dijo al final la vieja.

—Soy Franz Hauzman.

—¿Tiene cita?

Franz dudó.

—No.

—Espere un momento.

La megafonía emitió otro chirrido ensordecedor seguido de un pitido de varios segundos. Franz se tapó los oídos.

La estancia se quedó en silencio durante unos instantes hasta que el portón metálico que había tras el mostrador empezó a crujir como si alguien manipulara una cerradura al otro lado. Finalmente se abrió y de ella salió una mujer muy arrugada vestida con bata blanca y una rara cofia torcida hacia un lado. Cerró la puerta sin mirarle siquiera; desapareció un momento detrás de un armario, como si buscara algo, y apareció de nuevo con un libro de registro al que limpió el polvo de un soplido. Tosió y se acercó a la silla estropeada que había frente al mostrador.

Franz también se acercó y poniendo ambas manos sobre su maletín dijo:

—Buenos días...

—Un momento, por favor —dijo la vieja, interrumpiéndole.

La vieja rebuscó debajo de unos papeles que había desparramados por allí y encontró un lápiz. Miró la punta, vio que estaba rota, dijo «joder» entre dientes y se agachó. Franz dejó de verla.

En su manipulación bajo el mostrador ella tiró del cable del teléfono de dial antiguo que había en una mesita supletoria y este se cayó al suelo. La mujer volvió a jurar, lo recogió con desdén y lo colocó de nuevo en la mesita, con el auricular descolgado.

—¿Necesita ayuda? —dijo Franz, sonriendo para sí.

La vieja murmuró algo ininteligible y surgió con un sacapuntas en la mano. Introdujo el lápiz y comenzó a girarlo.

—Disculpe —insistió Franz.

—Le he dicho que espere un momento —dijo la mujer casi escupiendo.

Sacó el lápiz, miró la punta, lo volvió a meter y siguió girando. Repitió la operación unas cuantas veces. Cuando la punta ya le satisfizo abrió el libro de registro. Empezó a buscar la hoja apropiada pasándolas de una en una.

Franz resopló.

—¿Tiene algún problema? —le dijo la vieja.

Franz alzó las manos como respuesta negativa.

Cuando llegó al lugar correcto del libro chupó la punta del lápiz.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

Franz se lo dijo y la mujer lo apuntó muy despacio.

—¿Cómo se llama?

—Franz Hauzman.

—¿Cómo se escribe eso?

—Pues... como suena —y le deletreó su nombre.

—Usted ya ha estado aquí, ¿verdad?

—Pues no. Es la primera vez.

—¿Sí? Pues vale —dijo la vieja con desdén como si no le creyera.

Escribió palabras y palabras con una lentitud exasperante.

—¿Y a quién viene a ver?

—Quiero ver a un paciente llamado Fabrizio.

—¿Fabrizio qué más?

—Pues... no lo sé —dijo Franz—. ¿Tienen a más de un paciente que se llame

Fabrizio?

—Se cree usted muy listo, ¿verdad? —dijo la mujer, torciendo aún más el

gesto.

—No, señora. No me interprete mal. Se llama Fabrizio, pero no sé qué más.

Es italiano.

—Claro —dijo ella.

La mujer se levantó trabajosamente y se acercó a una caja de cartón que había en el suelo. La abrió despacio y empezó a sacar papeles atados con cuerdas y carpetas. Mientras tanto a Franz le comía la impaciencia.

—Escuche, señora, ¿es necesario todo este papeleo? Aquí no parece que... nada se cuide tanto.

La vieja dejó lo que estaba haciendo, se acercó con pasos lentos hacia él y, con el dedo índice tieso como un palo, le dijo:

—Verá, paleto. Llevo aquí desde que usted necesitaba pañales y no va a venir a decirme cómo debo hacer mi trabajo. Está claro que usted no tiene ni idea de cómo se lleva una institución como esta y cómo es completamente imprescindible que los papeles estén al día. Así que deje de molestarme y quédese ahí calladito.

Franz se rascó los ojos, obligándose a no saltar por encima del mostrador

y estrangularla.

—Bien, señora. Discúlpeme. Haga lo que tenga que hacer.

La vieja se le quedó mirando con sus ojos acuosos durante un instante, como pensando qué más decir, y volviendo a enderezar su dedo le dijo:

—Pues claro que voy a hacer lo que tenga que hacer, cochino impertinente. No sé dónde le han enseñado a usted modales. Claro, se ve que usted no es de aquí.

Franz se mordió el labio y no dijo nada.

La mujer aún se quedó un rato allí con el dedo tieso. Aparentemente recordó lo que estaba haciendo y se acercó a la caja, en la que siguió rebuscando hasta que sacó una carpeta de cartón. Con su paso lento volvió a ponerse frente a él, se colocó las gafas que llevaba colgando por un cordón y empezó a pasar las hojas que había en la carpeta una a una, chupándose la yema del dedo con cada una.

Sacó una y se la puso delante de los ojos con las dos manos.

—Fabrizio Senzanome. ¿Es ese? —dijo, alzándose las gafas para mirarle.

—Sí, es ese —dijo Franz. No sabía si lo era o no pero había que ponerle fin a aquel calvario.

Cerró la carpeta, la colocó a un lado, buscó el lápiz, chupó la punta y empezó a escribir en la columna siguiente donde había puesto su nombre. Después se quedó pensativa.

—¿Fabrizio qué? —le preguntó.

—Fabrizio Vecchiaputana —contestó Franz.

La vieja colocó el lápiz para continuar, se quedó quieta y no escribió nada. Dejó el lápiz sobre el libro.

—Pase. Es en el piso de abajo del todo. Siga por ese pasillo. Hay un montacargas que no siempre funciona. Si no lo hace hay unas escaleras a la izquierda. La celda es la última a la derecha.

—¿Allí encontraré a algún médico?

—¿Algún médico? Será una broma, ¿verdad?

Franz resopló otra vez.

—Aunque quizá aún esté el doctor Zamora por ahí —dijo la anciana después de un instante—. No sé, hace mucho tiempo que no le veo.

—¿Puedo dejar este maletín aquí? —preguntó Franz.

—¿Qué es?

—Es... son muestras de material radiactivo.

—Pues claro que no, joven —dijo la vieja, agitando la mano—. Pero no lo puede meter dentro. Déjelo allí, detrás del sofá. Y está prohibido entrar con armas de fuego, botellas y tal y tal.

—No llevo nada de eso.

—Pues entre de una vez y déjeme en paz.

Franz dejó el maletín donde ella le dijo de forma que no se viera desde ninguna parte. Le echó una última mirada a la vieja, que estaba sacándose algo de entre los dientes con una larguísima uña del meñique.

Se acercó hasta la puerta que le había señalado. Estaba cerrada. Se volvió a decirle algo a la mujer pero esta accionó algún resorte que provocó un bocinazo acompañado de un crujido de mecanismos. La puerta se abrió sola soltando un soplido de aire con olor a cerrado.

El pasillo estaba completamente a oscuras. Franz aguantó un poco hasta acostumbrarse a la falta de luz, y ya empezaba a intuir la forma de las cosas cuando una hilera de tubos fluorescentes se encendieron cada uno a su ritmo y con su diferente melodía de zumbidos y chasquidos. Con la debida iluminación el pasillo mostraba unas paredes deslucidas, con los desconchones abultados por años de humedad sin corregir tan característicos del edificio, un suelo de linóleo lleno de baches y al fondo, como la vieja le había dicho, unas escaleras a la izquierda y el portón de un montacargas que denotaba haber estado pintado de azul y verde en distintas épocas de su existencia.

La puerta metálica se cerró detrás de él.

Se acercó al montacargas y pulsó el botón de llamada. Se oyó un golpe fuerte con reverberación seguido de un instante de silencio.

Cuando iba a pulsar otra vez escuchó quejarse a la estructura con diferentes temblores. Después el zumbido monótono de un motor eléctrico vetusto acompañado de traqueteos metálicos indicó que el ascensor ya acudía.

Todo en Monte Cadalso tenía la lentitud de los que han perdido la esperanza y solo les queda que la muerte llegue.

Más en Franz se arrepentirá de todo