Catalina señaló hacia algo que había a la espalda de Isabel. Sobre una mesa de patas curvas había un tigre de madera de diseño oriental (cabezón, con ojos prominentes y bigotes como de dragón) y de aspecto realmente antiguo. Unas profundas grietas a lo largo de las vetas de la madera le daban un aspecto venerable.
—Vaya —dijo Isabel, y fijándose más detenidamente—. Oye, está hecho polvo. Mira, le falta hasta un dedo de la pata delantera.
Catalina guiñó los ojos para fijarse bien.
—¿Tú crees que los demás me ven como un tigre?
—Yo sí —dijo Isabel, con la boca llena de arroz.
—¿Por qué?
—No sé. Sí que tienes algo de tigre. Quizá los ojos, o las manos.
—Qué bobada.
—No.
—Y tú, ¿Qué dijiste la primera vez? ¿Qué animal?
—El ratón.
—¿El ratón? —se rió elegantemente— ¿Cómo puedes decir el ratón? ¿De verdad es el primer animal que se te pasó por la cabeza?
—Sí, es verdad. Dije el ratón.
—Vaya. Pues yo no te veo como un ratón ni como una rata.
—Bueno, no sé... aunque no te lo creas, yo...
—No empieces. Te quieres demasiado poco.
—Me quiero lo que me merezco. Nada más.
—Así no irás a ninguna parte —de repente su voz volvió a ser seria—. Cambia de actitud, Isabel.
—¿Cómo se hace eso? Toda la vida he sido así. Toda la puta vida me he sentido igual. Siempre he necesitado a alguien protegiéndome, diciéndome si esto o lo otro está bien o no está bien o es genial o es una puta mierda. Qué bonito es hablar como hablas, Catalina, y cómo te envidio, tú, tan segura, tan firme, siempre sabiendo qué es lo correcto.
—No lo creas. Yo no soy así.
—Sí lo creo.
—Te equivocas. Yo también tengo cosas malas que ocultar. Pero te las pienso enseñar, a su debido tiempo, pronto.
Isabel se trabó un poco mientras buscaba las palabras para continuar.
—Bien, sí... todo el mundo tiene cosas que ocultar. Pero yo siento que mis cosas que ocultar son siempre cosas de otro. No tengo nada mío, Catalina, yo no soy nada por mí misma, soy siempre el objetivo o la imagen o el reflejo o la sombra de alguien. Alguien que no siempre me quiere bien, que me zarandea cuando le da la gana y luego me deja tirada como una colilla. Estoy harta, Catalina, me encantaría poder romper con todo y poder decir adiós a Amalio y al Cirujano y a mis padres y a toda esta mierda y lanzarme sola a hacer lo que yo quiera, si es que algún día me entero de qué coño quiero. Estoy harta, de verdad, estoy harta de no ser nada. Bueno, al menos, como dice mi psicóloga, soy consciente de mi dependencia y eso es un buen paso.
—Te he dicho que te voy a ayudar y lo haré. Te lo juro.
Isabel dejó los cubiertos sobre el plato como si no quisiese más comida.
—No sé cómo lo puedes hacer, de verdad, Catalina.
—Lo vas a ver. Ven conmigo.
Catalina alzó el brazo y le hizo un gesto a la camarera para pedirle la cuenta. La camarera asintió, se dirigió hacia la caja registradora y se perdió de vista.
—¿Contigo? ¿A dónde? —dijo Isabel.
—Tú acompáñame.
No volvieron a cruzar ni una palabra hasta que llegó la cuenta y Catalina pagó en efectivo. Se levantaron de la mesa y, ya en el hall, Isabel señaló una pintura que representaba a un gran tigre blanco y sonrió. Catalina le devolvió la sonrisa.
Caminaron en silencio durante más de media hora hasta que fue noche cerrada. Los edificios ya escaseaban y se alternaban con algunas naves industriales. Catalina llevó a Isabel hasta la puerta de una de ellas: un cuchitril abandonado, desconchado y con las ventanas rotas. Le comentó que había sido una sastrería, que la había heredado de sus tíos, que de pequeña había jugado durante horas y horas con un pequeño carrito alto que tenía un tubo central lleno de perchas que irremediablemente se caían al suelo con gran estruendo. Ahora aquello estaba desierto; solo quedaban algunas máquinas que no se habían podido vender de puro viejas y una montaña de bobinas de madera y cartón cubiertas de polvo. Catalina invitó a Isabel a entrar (ella vaciló un instante) y cerró la puerta tras de sí. Los estertores y el dolor fueron muchos: afortunadamente no nos llevamos más allá ningún recuerdo de la agonía.
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