El emperador y su incierto destino

Ángel Ortega

El emperador tenía una obsesión; necesitaba saber en todo momento qué era lo que iba a ocurrir. Por decreto ordenaba interpretar cualquier cosa que ocurría ante sus ojos; si un pájaro tapaba el sol en una tarde de octubre, si el vino agriaba el día que llegaba el mensajero de otro reino, si las cometas enganchadas a las almenas de la torre dibujaban círculos o espirales. De esta forma consumía el emperador sus días, esperando la profecía que acabara con su vida o que convirtiera su imperio en el más poderoso de los reinos conocidos.

Un día tuvo un sueño extraordinariamente claro; se soñó a sí mismo blandiendo una espada y cortando en dos un gran pez. Hizo levantarse muy temprano a todos sus augures, los sentó en la mesa de cavilaciones y les hizo interpretar tan singular imagen. Varios días compartieron sesudas discusiones los adivinadores sin llegar a un veredicto. Mientras, el gran señor trataba de ocupar su mente en otros asuntos, que poco a poco había ido abandonando, pero su obsesión iba en aumento y le impedía pensar de forma clara.

Al fin hubo una respuesta al enigma, después de haber consultado a expertos de otras tierras. El pez simbolizaba a alguno de los reinos habitantes de la zona marítima, de alguna parte del archipiélago, y dado el especial énfasis que se hacía al gran tamaño de dicho pez, seguramente se refería al mayor de los imperios marítimos, situado al sureste del mar, más allá de las islas de los volcanes. La misión era clara: su destino era combatir a aquel pueblo y terminar con él.

De inmediato se cumplió el designio de los dioses y todos los ejércitos partieron en barcos hacia su destino, y durante siglos se habló de la batalla como el peor derramamiento de sangre conocido hasta la fecha. Cuando las armas se estropearon combatieron con sus propias manos en las naves desarboladas, escoradas, invadidas por el agua, hasta que una gran tormenta hundió a ambos ejércitos en las profundidades pelágicas. Nadie ganó la guerra, que ni fue siquiera declarada. Nunca hubo ningún mensaje del rey de las tierras marinas.

El imperio languidecía por la desmesurada inversión que se hizo en la composición del malogrado ejército, y el emperador con él. Pero el augurio había de ser cierto; si era voluntad de los dioses, él debía sentirse satisfecho y aquello debía tener alguna finalidad.

En medio del malestar interno llegó un caballero acorazado a caballo. Traía un mensaje de uno de los reinos vecinos, ofreciéndole cooperación económica a cambio de la cesión de unas tierras al norte, por las que siempre había habido disputa y que a lo largo de la historia había cambiado de manos incesantemente. El caballero portaba un mensaje lacrado con una carta de su rey, un yelmo cuidadosamente pulido y un escudo repujado, con el dibujo de un gran pez.

A veces los inocentes símbolos son los causantes de grandes desastres, y el mensaje del vecino quedó sin respuesta cuando, obedeciendo la profecía, el propio emperador demedió al mensajero en la plaza pública con su espada, anunciando grandes festejos por haberse encontrado al fin la interpretación correcta. En las fiestas se distribuían sin coste los más deliciosos vinos y dulces de miel, almendras y nueces en grandes cantidades. Yo mismo estaba por allí en aquella ocasión y pude comprobar la exquisita factura de aquellos pasteles.

Las celebraciones acabaron con las pocas arcas del reino y la incomodidad dio paso a la revolución, de nuevo más sangre, más dolor. El emperador se desterró a las montañas y con él todo su séquito. Era la primera vez que un emperador era expulsado por su propio pueblo, y en el reino se fueron sucediendo diversos métodos de gobierno, unos con más éxito que otros, y en todos se prohibieron las profecías.

El emperador murió en la montaña, en una cabaña al pie de las nieves perpetuas, alimentado por lo que sus pocos acólitos cultivaban en un pequeño huerto y pescaban en el río. Algunas veces se organizaban visitas al emperador desde las partes más lejanas de lo que habían sido sus posesiones, y los nuevos gobiernos hacían como que no se enteraban, sabedores de que así mantenían contentos a los aún muchos seguidores de la dinastía real.

El anciano emperador murió mientras comía en su escudilla de madera, y alguno perversamente dice que expiró al ver que el augurio se cumplió cuando con su cuchillo de hueso cortó por la mitad el gran pez de río que era su cena.

Texto: Ángel Ortega (1997), Ilustraciones: Marisa Ortega (2009).