—Déjeme que le sea sincero —el comisario se echa hacia atrás, se quita las gafas, mira a través de ellas guiñando los ojos, saca un pañuelo, echa el aliento sobre los cristales, los frota con el pañuelo, lo guarda, se cala de nuevo las gafas, se acomoda y me mira—. Déjeme que le sea sincero. Estoy harto de que lechuguinos como usted vengan aquí pavoneándose con ese traje y esa corbata negros, con esa camisa gris, esa cartera de ejecutivo y esos aires de niño de universidad cuando en realidad no tienen ni puta idea. Ni puta idea de lo que se cuece en un sitio como este, vienen dudando de la capacidad de mi gente con una prepotencia que da asco y me insultan con su presencia y sus gestos amariconados. Me da igual cuál sea el cochino departamento que le envía, me da igual lo que crea que pasa por aquí y me da igual si le gustan los tíos o qué. No sé qué información corre por sus pasillos perfumados pero al Cirujano solo se le vigilaba por la desaparición de tres chicos que presuntamente formaban parte de su secta. Por eso se encargaban del caso Pedro Ojeda y María Silvano ayudados por el desgraciado de Juárez. Le asigné el caso a Ojeda porque era el tío más inútil que ha parido madre y a la Silvano porque era una novata y no sabía dónde coño ponerla. Juárez, como es un tipo que mete la nariz en todas partes, se interesó por el tema y le vinculé a tiempo parcial para que me dejase en paz. Nada más. No sé qué le habrá contado Juárez de todo esto pero es una enorme mierda que me ha explotado en la cara sin tener nada que ver. ¿Cómo puede saber más sobre esto? No tengo ni la más remota idea. No lo intente con lo de Ojeda porque no hacía más que tocarse los cojones todo el rato, y Juárez igual, mucho ruido y pocas nueces. Si alguien estaba llevando la investigación era María Silvano. Me cago en la leche, el día antes de que pasara aquella mierda me estuvo enseñando lo que tenía y se lo estaba currando pero bien. Seguro que habría sido una buena poli si todo este embrollo no se hubiera liado de esta forma.
Se vuelve a quitar las gafas y se frota los ojos. Permanezco en silencio para que se tranquilice, y al final le digo:
—¿Tiene usted el material en el que trabajaba María Silvano?
Tarda en contestar y al final dice:
—No. Mire en su escritorio, esta es la llave. Ahí tiene todo, creo que incluso está la denuncia de las desapariciones.
—¿Cuál es?
—Allí al fondo, detrás de la columna —me lo señala a través de la mampara de cristal.
Recojo mis papeles y me levanto.
—Bien, siento haberle importunado. Buenos días.
No dice nada, me vuelvo y cuando estoy en el umbral de la puerta de su
despacho me dice:
—No me interpretes mal, muchacho —ya no me trata de usted—. No sé si tienes algo que ver con asuntos internos o qué. Yo quería a estos chicos, yo quiero a mi gente. Ojeda era un cabrón pero ha sido compañero durante casi veinte años, y Juárez casi lo mismo. Habría esperado que Ojeda se jubilara con un barrigón como un tonel y que a Juárez se lo hubiesen cargado por meter las narices en algún putiferio o en alguna movida de drogas. Pero no de esta forma, eran gente que no merecía esta mierda —me sorprende por qué habla de Juárez como si estuviese muerto. Quizá estar encerrado donde está es casi como estar muerto para él—. A la chica casi no la conocía, pero estaba muy buena —pone una sonrisa estúpida, como si con esto buscase mi indulgencia o algo así. Al final cambia de tono—. De verdad que lo siento. No dé un mal informe de mí.
Me planteo volver a explicarle que yo no estoy allí para informar sobre él pero su presencia me fatiga y vuelvo a despedirme. Mientras cierro la puerta despacio una mujer de unos cuarenta años que tiene su mesa cerca de la puerta (igual es su secretaria) me dice:
—No es mala persona. Lo que pasa es que le tienen muy presionado. Lleva meses pidiendo más gente y de arriba denegándoselo y ahora pierde a tres. Y hace bien poco que mataron a otro y a un forense en el mismo día...
—¿Los conocía usted? ¿A los tres? —le pregunto con desgana.
—Claro. Ojeda y Juárez eran de toda la vida —todos han enterrado ya a Juárez, por lo que oigo— y la chica era un encanto. Algunas veces desayuné con ella y tenía una alegría y un entusiasmo que daba gusto. Claro, como llevaba tan poco tiempo...
—Claro... —le respondo. La conversación con el comisario me ha agriado el carácter y dado que ella no tiene aspecto de proporcionarme la información que busco me despido—. Gracias por todo. Estaré en el escritorio de María Silvano.
—Es aquel del fondo, detrás de la columna, donde la máquina del café.
—Ya lo sé, gracias.
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