El padre de David había sido un hombre silencioso, no especialmente cariñoso ni divertido, que siempre trabajaba muchas horas y volvía muy tarde a casa. Pese a eso jamás había escatimado un rato de juego y de cosquillas justo antes de cenar, momento que para David había sido siempre mágico. También era disciplinado, consigo mismo y con los demás: aunque para ciertas cosas era flexible, había otras para las que era inamovible y férreo. Una de ellas era la de la hora de irse a dormir. Nada, nunca, jamás, bajo ningún concepto, en la cama más tarde de las nueve y media.
Los jueves por la noche ponían a las once y media lo que sus compañeros de clase llamaban «la serie del superhéroe». David nunca supo cómo se llamaba en realidad. Todos los viernes a primera hora de la mañana antes de entrar a clase su grupo de amigos, a los que sus padres sí dejaban quedarse por la noche a ver la serie, compartían entusiasmados los momentos más increíbles, hazañas valientes, persecuciones vibrantes, malvados aterradores, mujeres con poca ropa armadas hasta los dientes. Para David aquel momento del viernes suponía un conjunto de sensaciones contradictorias, ya que por una parte disfrutaba escuchando las confusas reseñas de sus amigos pero por otra se sentía desplazado por no poder gozar de primera mano de aquel espectáculo y un nubarrón de amargura y desprecio hacia su padre le fastidiaba el día.
Un jueves por la tarde, sin embargo, sonó el teléfono mientras terminaba sus deberes y su madre mantuvo una breve conversación con su padre, en la que dijo que iba a tener que quedarse hasta altas horas de la madrugada terminando un trabajo cuya entrega no podía esperar. Cuando David se enteró sintió algo de pena por saber que no iba a ver a su padre aquel día pero, casi inmediatamente, recordó que era jueves. Sabiendo que la insistencia en los horarios para irse a dormir eran cosa de su padre utilizó todas las artimañas que pudo para convencer a su madre de que le dejase quedarse a ver la serie del superhéroe. Su madre nunca había tenido mucha convicción acerca de nada y accedió después de un poco de presión con la única condición de que su padre no se enterara. David se sintió aún mejor que en el momento de recibir los regalos de navidad. Por fin podría conocer al superhéroe y se sentiría al fin integrado en la conversación mañanera.
Después de cenar se acomodó en el sofá ocupándolo casi todo, ya que su madre no se quedó con él sino que dedicó esa noche a planchar las cortinas. La espera resultaba eterna. Primero las noticias internacionales. Luego las reseñas del fútbol, interminable palabrería sobre este jugador y aquel entrenador y ese club y el otro campeonato. Un intermedio, con su colección de anuncios aburridos, entre los que no había ninguno de juguetes sino nada más que cosas de seguros, bancos, productos de limpieza y amenazas de la dirección general de tráfico. Luego, más noticias, un tostón sobre economía con un señor estirado hablando de cosas incomprensibles, algo sobre un crimen y un portavoz del servicio sanitario hablando sobre una herida inciso-contusa, otro intermedio con más anuncios, el informe del tiempo con sus anticiclones y sus ciclogénesis explosivas, unos avances sobre unas películas de amor que estrenarían pronto. Aquello era una auténtica tortura, la pesadez más insoportable, el tostón más soporífero que jamás había escuchado. Un par de veces sintió que se le cerraban los ojos por un tiempo indeterminado pero inmediatamente se espabilaba, irguiéndose un poco más en el respaldo.
Tras uno de estos microsueños descubrió que la serie había empezado. Sus ojos se abrieron como platos y el sopor desapareció completamente cuando todos sus sentidos se dedicaban a absorber la información que llegaba del televisor. El superhéroe, equipado con una armadura brillante que le hacía parecía un robot, surcaba el aire volando, dejando una estela de llamas. El antagonista, una especie de vampiro enjuto y con los ojos inyectados en sangre lanzaba a una hermosa mujer vestida con un velo medio transparente a una escarpada fosa, mientras su grito de horror se perdía en la interminable caída. Un monstruo híbrido, con seis patas como columnas y tres cabezas de león arrasaba un poblado indígena de chozas con techo de paja escupiendo fuego y aplastando a sus habitantes que huían despavoridos. Una sombra gigantesca, de contornos difusos, emitía desde una boca llena de dientes descolocados un chirrido desagradable mezcla de gruñido y canción de cuna tan aterrador que tuvo que taparse los oídos. Cada escena era aún más excesiva que la anterior y su mente se excitaba casi febril ante la sobredosis de estímulos y la falta de sueño. Pero cuando una falange de vehículos con cúpulas de cristal se preparaba para un enfrentamiento contra un batallón de navíos con velas como alas de murciélago la fatiga pudo con él y se quedó dormido, perdiéndose el desenlace.
A la mañana siguiente, aún embriagado por la experiencia anterior, se levantó como un misil dispuesto a compartir las escenas con sus amigos nada más llegar a clase. Había sido la mejor experiencia de su vida, exceptuando la sombra que daba aquel chillido tan horrible cuyo recuerdo hacía que se le pusieran los pelos de punta. Se vistió rápido y apenas desayunó, y cuando llegó al patio del colegio le extrañó la ausencia del habitual corrillo de amigos comentando el trepidante episodio que, por fin, había conseguido ver.
Cuando se encontró con Luis, su mejor amigo, le asaltó tirándole de la manga y le preguntó qué le había parecido el episodio del superhéroe de la noche anterior, dispuesto a aturdirle con sus comentarios. Pero Luis le dijo con fastidio que la noche anterior habían cancelado la emisión de la serie debido a que el debate político se había alargado demasiado.
David se quedó helado. Preguntó a algunos más y todos le dijeron lo mismo. Poco a poco fue entendiendo lo que había pasado: había soñado todas aquellas maravillas, todo había sido producto de su imaginación o del trozo de cerebro que se encargue de elaborar todas esas locuras que forman los sueños. Tras pasar unos momentos de confusión, aceptó la realidad y lo achacó a una de esas cosas extrañas que pasan en la vida.
Pero con el transcurso de los días el recuerdo de aquellas imágenes se fue disipando y solo quedaba el grito, ese ruido ensordecedor que pretendía ser humano sin conseguirlo y cada vez las noches eran más largas y el sueño más difícil de conciliar. Cuando por fin lograba dormir soñaba de nuevo con aquel alarido y se despertaba empapado en sudor. Así estuvo durante varios meses, cada noche peor que la anterior, hasta que en un duermevela inquieto dominado una vez más por el chillido le despertaron unos golpes en el pasillo y vio a unos enfermeros arrastrando una camilla con un cuerpo tendido seguidos por su madre con el rostro envuelto en lágrimas. Se levantó con un nudo en la garganta preguntando qué pasaba y ella solo pudo abrazarle y llorar en silencio mientras él veía alejarse a su padre tumbado inmóvil, con los ojos cerrados y la boca tapada por una mascarilla de oxígeno. Aquella noche en la que su padre había muerto el grito había sonado por última vez.
O eso había creído hasta que lo había vuelto a escuchar a través del walkie-talkie. Como cuando era niño y soñaba, solo que ahora, y despierto.
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