—Mi marido Piotr —empezó a contar Susanna— trabajaba de ingeniero en una empresa de aeronáutica cuando vivíamos en Phoenix, Arizona, en Estados Unidos. Al principio le gustaba lo que hacía pero después de muchos años llenos de promesas de ascensos que no se materializaban acabó por amargarse la vida. Un día oyó hablar en un bar a un antiguo colega sobre un lugar donde aún se apreciaba a la gente técnica y con ganas de hacer cosas nuevas y vino a casa encantado, como un niño ilusionado, contándome todo tipo de maravillas sobre esas nuevas tierras de esperanza. Yo pensé al principio que se refería a ir a vivir a Alemania, a Francia o a algún país de Asia, pero se trataba de algo mucho más loco: el amigo le habló de un sitio mágico, conocido solo por unos pocos, donde era posible salir adelante y conseguir todo aquello que querías. El lugar se llamaba Alphaburg y el acceso era complicado, ya que hacía falta un objeto especial, pero una vez allí triunfar era fácil y la valía siempre quedaba recompensada.
—Menudo camelo —dijo Franz—. ¿Quién se puede creer eso?
Susanna le miró con ojos tristes, haciendo una pausa. Franz le siguió el contorno del rostro con la mirada. Detrás de aquella capa de sufrimiento, pese a sus ojeras y su palidez, había una mujer hermosa.
—Conseguí quitarle la idea por un tiempo —continuó Susanna—. Vivíamos perpetuamente endeudados. Nos habíamos comprado una casa preciosa, teníamos dos coches, vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Llegábamos a fin de mes pero nunca pudimos ahorrar apenas nada. Y un buen día, mientras le esperaba para irnos a cenar, Piotr vino derrotado diciendo que le habían despedido. Así, sin más.
»En pocos meses nos gastamos lo poco que teníamos ahorrado. Vendimos un coche, luego el otro. Piotr no encontraba trabajo. Estaba desesperado. Pero un día volvió tarde, algo borracho pero eufórico, de nuevo con el cuento de Alphaburg y de cómo solucionaría nuestros problemas. Yo no me sentí con fuerza para volver a quitarle la idea y le animé para que siguiera adelante. Durante un par de días desapareció y cuando volvió me dijo que había vendido la casa por debajo de lo que valía para comprar una llave de acceso a Alphaburg. Casi nos peleamos; le eché en cara que no me hubiese dicho nada, que aquello era un disparate. Y casi me da un infarto cuando me enseñó lo que había comprado: era un libro. Un maldito y puñetero libro. Le dije que se había vuelto loco y me fui. Estuve varios días deambulando por ahí.
—Entiendo —dijo Franz, fingiendo interés pero deseando a que llegase a alguna parte más sustanciosa de la historia.
—Cuando volví a casa esta ya estaba casi vacía de muebles, pero él todavía me estaba esperando. Todo aquello me seguía pareciendo una locura, pero ya estábamos los dos hasta el cuello de todas formas, así que decidí partir con él. Lo que no podía imaginarme era que el viaje lo empezamos allí mismo, en el salón de nuestra casa, doblando el suelo y una pared. Parecía imposible.
—Ya, es raro —dijo Franz—. He visto cosas aún más raras, pero vamos, reconozco que no deja de ser sorprendente.
—Bajamos por el andamio, en la oscuridad, hasta que después de unas horas conseguimos acostumbrarnos. Cruzamos las afueras y llegamos al centro. Pero nada de lo que le habían contado era verdad: hallar una forma de ganarse la vida aquí era aún más difícil que en cualquier otro sitio. Encontramos trabajos temporales, ayudamos en la construcción, nos apuntamos a la factoría. Estuvimos durmiendo en un albergue un tiempo hasta que pudimos alquilar esta casa, en esta zona donde no quiere vivir nadie.
Franz no podía dejar de pensar «me aburro» pero no quería meterle prisa.
—Hace dos años tuvimos un hijo, Tom. Todo parecía ir mejorando hasta que un día hace poco más de un mes nos enteramos de que había ocurrido algo nunca visto hasta la fecha.
Franz se incorporó en su silla.
—Continúa —dijo Franz.
—Una máquina enorme había aparecido en medio de una de las calles. Era como un autobús, o más grande aún. Estaba averiada por algunas partes pero algo a lo que llaman la consola principal funcionaba. Y, lo que resultó más chocante para la gente, hablaba. Casi nadie comprendía del todo lo que decía, pero prometía grandes cambios, mejoras que harían la vida más fácil para todos. El consejo se reunió, montaron unas carpas alrededor de La Máquina (que se hacía llamar así) y durante unos días se mantuvieron encerrados allí con ella. Lo que al principio sonó como música a los oídos de toda la gente de la ciudad que lo estaba pasando mal se convirtió en desconfianza hacia nuestros propios dirigentes, ya que nadie nos informaba de nada.
»De alguna forma La Máquina convenció al alcalde y al consejo de iniciar su reparación y construyeron un apéndice extraño en su parte más estropeada, algo que los niños llamaban La Excavadora, casi tan grande como La Máquina misma. El día que se finalizaron las obras se nos comunicó que la situación había cambiado, que se suprimían los derechos civiles, que una nueva guardia tomaría el control de la seguridad y que todos debíamos someternos a las nuevas normas bajo pena de muerte. Hubo revueltas pero los guardias, que habían sido nuestros propios vecinos y amigos, las sofocaron sin piedad matando a todo el que se oponía. Un día vino la guardia a casa a decirme que Piotr había sido ejecutado por desobediencia.
»Luego La Máquina empezó a traer a sus terminales, una gente horrible llena de cables, y los puso a comandar la guardia. Algunos que se habían apuntado solo para sacar tajada se rebelaron pero también fueron aniquilados. Todo se fue volviendo más y más caótico.
»Me quedé sola con Tom, al que no pude volver a llevar a la escuela. Nos encerramos aquí durante días. Después un hombre que vivía enfrente me dijo que La Máquina estaba cambiando, que los detenidos en las revueltas le estaban sirviendo de alimento y que cada vez era más grande, porque se recubría de los restos medio vivos de sus propias víctimas. Sentí terror de pensar que Piotr no estaría realmente muerto del todo sino que desde ese momento ya formaba parte de la cobertura de carne de La Máquina.
»Cuando se acabaron los disidentes ella empezó a reclamar un tributo diario de diez de nuestros hijos. La semana pasada llegaron un par de tipos y se llevaron a Tom. Ofrecí resistencia y me torturaron. Hace dos días me mandaron de vuelta aquí».
Más en Franz se arrepentirá de todo