Ángel
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—Vamos —dice al fin el hombre de las sienes plateadas.
La Bety y él cruzan el umbral. Dentro está muy oscuro. Bajan una escalera y ella da un traspiés que no llega a hacerla caer. Las paredes están totalmente cubiertas de carteles de conciertos.
A cada paso, la música de baile se va volviendo más y más ensordecedora.
Está en los dominios de Oleg Olégovich Tanareg. En el umbral no estaba escrito lasciate ogne speranza, voi ch'intrate. El interior de La Basílica tiene tres pistas de baile, cada una a su nivel. Hay barandillas metálicas, pasarelas en ángulos improbables, grandes candelabros a diferentes alturas, jaulas con chicas bailando en bikini colgando de los negros muros. Un mar de gente baila en trance. Huele a desinfectante y a sudor. Unos enormes tubos como bocas exhalan chorros de aire frío. Un cartel publicitario de cerveza Totengarten, oblongo, enorme, parpadea en azul y magenta. El nitrógeno líquido flamea en fumarolas como fuegos fatuos.
Este pedazo de tierra olvidada es un exclave de la Rusia Blanca y bien podía estar a miles de kilómetros de esta ciudad o colgada de las nubes o sumergida en el mar interior porque su ubicación es ajena al tiempo y al espacio.
Cuatro tipos como hienas la rodean. Allí, delante de todo el mundo, la cachean con violencia y lascivia. Nadie se inmuta, el ritmo endiablado de la música bascula sobre sus cabezas, los cañones de luz se retuercen como faros desquiciados. La Bety alza las manos, saca del bolsillo la pistola con el índice y el pulgar y se la entrega a alguien.
Una mano firme le arrebata la bolsa.
Quizá esto es el final.
[...]