Ángel

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LA MONJA POLILLA

Sus dominios son los de la desazón y el pesar; sus ojos, facetados como el cuarzo, y su abdomen segmentado y piloso y carente de simetría. La monja polilla espera en su lecho de harapos de tela de saco, astillas de hueso y fermento de hebras de centeno. El hambre la mantiene en un sopor inquieto de tempestad inminente y de ligamentos tensionados.

El ruido de la reja al abrirse la sobresalta; sacude la gorguera quitinosa que a modo de cofia corona sus sienes y su patas de codos múltiples se retuercen y crepitan como ramas en la hoguera. Chapotea nerviosa sobre los restos de su último festín, una traductora checa demasiado ignorante del peligro; ahora es poco más que un aceite apestoso que ni siquiera la monja polilla reconoce como alimento.

Ella es ahora una criatura del umbral pero no siempre fue así; su deshecha mente apenas lo recuerda, pero cruzó un océano para saciar la inquietud de su espíritu, cuando aún era un ser humano, cuando buscó su redención pero encontró a un guía y mentor que era el morador del espacio liminal entre la realidad y el delirio, cuando se tropezó con El Lobo, que es bestia y es númen y es dios de la perversidad, que la desposó y la convirtió en lo que ahora es, ser errabundo y articulado y hambriento.

Por fin la presa apareció tras un recodo. Era una mujer esbelta, rubia como el sol, de movimientos elegantes pero estériles; sus ropajes relucientes reflejaban un río de rayos rojos. Entraba en busca de nuevas experiencias y de ideas deslumbrantes que transmitir a su audiencia. Su piel, su forma de caminar, su indisimulada arrogancia, mostraban sin pudor que jamás había sufrido necesidad alguna, que sus pies descalzos siempre habían pisado alfombras limpias, que siempre había tenido acceso a la más refinada formación y al agua corriente más clara.

La monja polilla tensó sus músculos preparando el golpe mortal; su ovipositor palpitó con fiebre al comprender que aquella carne aún viva será el cobijo y alimento para sus huevos, que ya eclosionarán con el hambre de un millón de años, una progenie maldita y doliente y de ojos facetados que se arrastrará por los dominios de la desazón y el pesar.

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