Marte, el único planeta conocido habitado exclusivamente por robots, es un sitio de mierda con montañas gigantes y tormentas de arena que duran meses. Después de medio año de infructuosos intentos de comunicación, sus creadores han dado por muerto a Opportunity, el marciano de adopción más longevo de la historia. Fue para estar 3 meses y aguantó 14 años. Es un hijoputa muy duro y ha pasado por montones de cosas: pese a todo, sepultado por vete tú a saber cuánta arena, seguro que sigue ahí, esperando pacientemente a que el viento despeje sus células fotovoltaicas para volver a recorrer las polvorientas dunas.
Por favor, abandonad la analogía absurda de la enfermedad como algo contra lo que se lucha. Los enfermos, en especial si se trata de cáncer o de trastornos mentales, no estamos en un enfrentamiento cara a cara. No hay un enemigo al que combatir ni al que hacer frente. No hay tácticas a seguir, no hay estrategias, no hay tropas hostiles con posibles puntos débiles. Si hay que usar metáforas bélicas nos parecemos más a una desarmada población civil sufriendo un bombardeo. Solo que sin avisos, sin sirenas, sin refugios antiaéreos. Caen los proyectiles y no los ves ni los oyes, solo sientes las laceraciones y las heridas que no cierran. Y cuando oyes a alguien que no entiende nada decir que el optimismo cura, sientes el impulso de responder, pero sabes que te enfangarías en una discusión estúpida y simulas una sonrisa mientras te imaginas al mutilado esperando a que su brazo vuelva a salir a base de ser positivo y tener fe.
Basta ya. No estamos luchando. Estamos siendo fusilados, atados de pies y manos, sordos y ciegos. Solo nos queda esperar a que cese el fuego o a que todo acabe de una vez.
Justo lo que pone en la lata.
Un lugar tranquilo (A Quiet Place) | Un tostón sobre una amenaza que ha asolado la tierra en forma de algo que solo mata cuando te escucha. Son bichos tremendamente eficientes (lo oyen todo; hasta los pasos de un grupo de mapaches) y salen de la nada en cuestión de segundos. El protagonista probablemente no ronca porque habría muerto tras los títulos. Aburrida. ¿Por qué, tratando de lo que trata, en España tradujeron «quiet» por «tranquilo»? |
Bojack Horseman | Muy divertida, estoy enganchado (a principios de febrero aún voy por la segunda temporada). Es una historia sobre la depresión y la falta de motivación intercalada con chistes de animales pero contada sin dramas y sin demasiado existencialismo. Me siento tan identificado con Bojack como con Hank Moody, el protagonista de «Californication», y eso que yo no he tenido éxito en absoluto. Recomendable si conoces el mundo del cine, la depresión y los animales. |
The Good Place | Está muy bien. El argumento es delirante; habla de una especie de paraíso con una protagonista que no debería estar ahí y un «director» bastante moña interpretado por Ted Danson que ha mejorado una barbaridad desde que eran joven. De momento voy por la segunda temporada y cuando empieza a repetirse da giros interesantes. |
La gran belleza (La grande bellezza) | Tengo una relación amor/odio con esta película, que he visto como cuatro veces. Visualmente es asombrosa. El protagonista es otro Hank Moody o Bojack Horseman que tuvo éxito en la juventud y ahora está totalmente pasado de rosca. Sin embargo, el personaje no avanza de forma satisfactoria y se limita a ir de fiesta en fiesta. Se cachondea bastante del mundo artístico y de las performances de arte contemporáneo y eso se agradece. El actor es lo mejor. Sale Fanny Ardant unos segundos y Roma sigue siendo muy bonita. |
Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas) | La he visto decenas de veces; el delirante libro de Hunter S. Thompson hecho delirante película por Terry Gilliam (quién si no). Lo peor, como en todas sus pelis, es Johnny Depp, pero Benicio del Toro como Gonzo está muy logrado. Lo rompen todo, hasta un Cadillac maravilloso, y se lo meten todo, hasta no sé qué glándula humana que les pone como motos. Si te gusta el mundo de las drogas, de la falta de horizontes y de las idas de olla es tu libro / película. |
El gran Lebowski (The Big Lebowski) | La he visto cientos de veces y ya tocaba una revisita. Ya sabes lo que es. Si no te gusta, no te gusta. Si te gusta, es lo mejor. No puedo estar conduciendo, cuidando del maletín y hablando por teléfono con la punta de la polla. |
Bad Times at the El Royale | Una tarantinada en la que los personajes, a cual más peculiar, tropiezan unos con otros en un hotel en el quinto coño que tuvo tiempos mejores. Me gustó. Sale Jeff Bridges de cura y a Chris Hemsworth le debe molestar la camiseta porque no se la pone ni un instante (nada que objetar). |
Mad Max Fury Road | La tercera o cuarta vez que la veo. Si quieres hacer una película de acción, analiza esto hasta el más mínimo detalle. Sin grandes complicaciones de guión. Solo acción, sin parar, impecablemente filmada. La trama narra la complicada relación entre los motores V8 y el combustible mientras un montón de gente salta, explota, sangra, conduce y se comporta como gente. Todo es crudo, absurdo y extremadamente bello: las máquinas de guerra hechas con los restos de una civilización perdida, Tom Hardy, los chicos guerreros, Charlize Theron, Tom Hardy, las esposas, Immortan Joe (a su manera), el camino polvoriento, el Interceptor V8 Pursuit Special, Tom Hardy, el mutante con su guitarra lanzallamas. Me apeteció volver a verla después de que un tal wyomingnot hiciera algo necesario: publicar en Youtube una remezcla de Wild Boys de Duran Duran con imágenes de esta película. |
Mad Max 2 (el guerrero de la carretera) | Hacía muchos años que no la veía y se hizo necesario repetirla después de ver Fury Road. Es también una película de acción acojonante, sin grandes complicaciones, solo motores, mierda, violencia, punkis crestados ochenteros y la ira de Humungus. Siempre ha sido una de mis películas favoritas y he comprobado que lo sigue siendo. Mel Gibson sale guapo, salvaje e impenetrable. También recordé por qué estaba enamorado de esa mujer que en los títulos aparece lacónicamente como «Warrior Woman». Solo estoy aquí por la gasolina. |
Blood Drive | Una serie cutre en un futuro odioso donde hay una carrera de coches que funcionan con sangre humana. En serio. Más que eso: los motores son máquinas infernales con dientes y todo el interior está lleno de trozos de carne. Los protagonistas son un policía guaperas que anda un poco perdido y un pibón que quiere sacar a su hermana de un psiquiátrico. Hay un maestro de ceremonias que es una especie de Marc Almond pasado de vueltas. Todo es muy sangriento y muy, muy loco. Los genitales de la gente desnuda están censurados con rectángulos negros y eso por alguna razón me hace mucha gracia. Es una serie muy divertida si te gustan estos excesos (en febrero aún no he terminado la primera temporada). |
A ciegas (Bird Box) | Sí, la de Sandra Bullock con las vendas. En realidad es la misma película que «Un lugar tranquilo», solo que no pueden mirar en lugar de no hacer ruido. No obstante, esta es mucho mejor porque está narrada con más ganas, las situaciones son más inquietantes y los personajes son menos imbéciles. |
En la boca del miedo (In The Mouth Of Madness) | Visionado número 1000. La mejor aproximación al universo Lovecraft que yo haya visto en cine, pero no solo eso, porque los toques de serie B de John Carpenter la hacen aún mejor. Es una película cojonuda. Si no te gusta o los efectos te parecen cutres, pues que te den porque no tienes ni puta idea. Solo por la escena de los dos tomando café al lado de la ventana mientras se acerca el tarado con el hacha merece la pena verla. ¿Lees a Sutter Cane? |
Au revoir les enfants | No la había vuelto a ver desde los ochenta o los noventa. Sigue siendo hermosa y los niños son adorables. Puede ser algo lenta, pero es la gracia. Pese a saber lo que pasa estás todo el rato inquieto porque esperas que alguno de los curas sea un pederasta o alguno de los compañeros sea un abusón y aquí solo los alemanes son malos. Y ni siquiera todos. |
Velvet Buzzsaw | No me explico como esta basura ha pasado los filtros necesarios para que alguien se gaste el dinero (que no será poco). Es un fallo en todos los aspectos. Una mierda como una pianola. Pero como la vi con los colegas, pasé un gran rato. |
La niebla de Stephen King | Una de las peores películas del género. Los diálogos son de risa, las situaciones son estúpidas, los actores malísimos y los efectos CGI cutrones a tope. Pero, ay, de repente se suben al vetusto Land Cruiser con el depósito casi vacío, se meten entre la niebla, empieza a sonar The Host Of The Seraphim de Dead Can Dance, se quedan tirados entre las patas de un descomunal vástago de Cthulhu y se desencadena el final más aterrador, nihilista y deprimente que te puedes esperar. |
Alien Covenant | ¿Por qué siguen haciendo estas mierdas? El universo de Alien ya está tan desvirtuado que es irreconocible. Esta película es un puto coñazo. La estructura es la misma puñetera estructura de todas estas precuelas / secuelas de mierda. Salen unos nuevos aliens, paliduchos y sin gracia. Ni siquiera los xenomorfos titulares están bien hechos y son ya como una parodia. Y, en serio, ¿qué coño les pasa a los creadores con los robots de los cojones? No nos interesan a nadie ni sus problemas paternales ni el quienes somos y de dónde venimos. Queremos situaciones agobiantes torpemente resueltas, pasillos plagados de sirenas y vapor y cacerías de bichos. |
Cada cierto tiempo se menciona en las redes sociales a esta actriz e inventora y se dice que creó el WiFi o el Bluetooth o alguna otra cosa tan imprecisa como incorrecta.
El sistema que inventó junto al compositor George Antheil era una mejora para el control de torpedos teledirigidos. En aquellos días la conexión se efectuaba en una frecuencia fija, lo que hacía fácil interceptarla o inhibirla; con el sistema que ellos inventaron, conocido como salto de frecuencia o «espectro ensanchado», esta no es fija sino que salta en periodos regulares entre una serie predefinida de 88 frecuencias. Esta serie de frecuencias, codificada en algo parecido al tambor de una caja de música, solo la saben el torpedo y el control remoto, pudiendo tener una diferente para cada par proyectil/control, haciendo las interferencias inviables. Y aunque no era práctico y nunca se usó (era un sistema mecánico), la idea sí se aplicó después en forma electrónica en la telefonía celular y otros sistemas de comunicación inalámbrica. Ella no tenía formación académica; todos sus inventos (este salto de frecuencia, mejoras en coordinación de semáforos, ideas sobre la aerodinámica en aviónica, hasta una pastilla efervescente de sabores) eran fruto de su curiosidad y de su interés por las cosas.
Debía tener un coco increíble. Un beso de mi parte, Frau Hedwig Eva Maria Kiesler.
Y también, cómo olvidarnos, protagonizó en 1933 el primer orgasmo femenino en la historia del cine, con pitillo de después incluído:
—Ortega, ¿usted bebe?
Me sobresalté. Estaba absorto decidiendo cómo normalizar de una maldita vez la base de datos de maniobras y equipo militar porque la disposición en aquel momento era un auténtico desastre.
Me puse en pie y me cuadré. Siempre he tenido problemas con la autoridad; en aquellos días trataba de ocultarlos sobreactuando.
—¿Disculpe, mi comandante?
—Que si usted bebe.
Tony, de espaldas al comandante Villanueva, me miró y sonrió, sin dejar de manipular hábilmente la máquina de escribir IBM eléctrica, un trasto enorme y negro como una pianola.
—Eh... —dije—. No, mi comandante. Bueno, ocasionalmente.
El comandante Villanueva era un hombre serio, bajito y calvo, con un espeso bigote. Siempre nos trató con corrección y sin esa cercanía fingida tan antipática que mostraban otros. Trabajaba de forma silenciosa y rellenaba papeles día tras día con una estilográfica dorada y unas gafitas de presbicia. Solía ser de los primeros en llegar al cuartel; leía el ABC durante un cuarto de hora como mucho y se ponía a hacer sin pausa lo que fuera que hacía hasta que se acababa la jornada.
Se me quedó mirando un instante.
—¿Quiere decir, en bodas y celebraciones?
Tony se rió, evitando por poco que el comandante lo notase.
—Pues, sí, más o menos, mi comandante —dije.
—Un poco de vino en ciertos momentos está bien —me dijo, mientras volvía a su trabajo—. Pero no haga como sus compañeros, todo el día con las litronas.
No entendí a qué se refería. Tony se levantó, cogió unos papeles y salió del despacho.
Mi amigo no podía contener la risa porque yo no solo bebía en bodas y celebraciones.
—El alcohol es mal compañero —me dijo—. Usted es una persona sana, Ortega. Trabaja bien, sabe lo que hace y no se despista. Intente no beber otro vino que no sea el de la misa.
Yo no sabía qué añadir. Aquel hombre de un mundo tan lejano al mío me apreciaba, no solo por sacar adelante el trabajo pendiente (le gustaban mis correcciones al desastre informático que aquella pantalla curva y ámbar mostraba); era un sentimiento algo paternalista y trasnochado, pero no por eso menos sincero.
—Gracias, mi comandante —dije al fin.
Miró el reloj.
—Haga usted un descanso. Y si ve a su compañero, dígale que se lo tome también, porque tengo que salir a un recado y no les voy a necesitar durante un rato.
—A sus órdenes, mi comandante.
Salí del despacho y emprendí camino al patio, donde solíamos descansar sin hacer mucho más que charlar sentados en un banco de piedra. Me crucé por los pasillos con el Teniente Coronel, con el comandante Guzmán y con el teniente Cuéllar y los saludos obligados hicieron largo el camino.
Era más de mediodía. Mis compañeros de reemplazo con puesto de conductores, esperando a que algún mando les reclamase para un traslado externo, charlaban y reían en voz alta. Alguien les había llevado un botellín de cerveza para cada uno.
—No te hemos dejado ninguno —me dijo Fidel. Su enorme mano casi cubría el envase de vidrio marrón, que aún contenía un centímetro de líquido y espuma.
—No importa —dije.
Así que aquellas eran las litronas a las que se refería el comandante Villanueva. Tuve una sensación extraña, mezcla de ternura y sonrojo.
Cuando era niño vivía en el final del mundo. Quizá no exactamente, pero sí era el final de Madrid, en el extremo mismo de Moratalaz. Detrás de mi casa ya no había nada más que una escombrera, un barranco, y una extensión ilimitada de campos de hierbajos secos, hormigueros y cardos altos como personas adultas. Bajando el desmonte estaban los restos de las antiguas vías del tren de Arganda (el de la canción infantil, que pita más que anda) de las que apenas quedaban unas cuantas traviesas rotas. Yo solía jugar por allí con mis amigos, en tardes interminables de peleas a pedradas, de bajadas arrastraculo sentados sobre cartones viejos y, en los momentos más sesudos, incluso de cartografiar el campo conocido hasta las instalaciones del Canal de Isabel II que había mucho más allá de donde nos dejaban ir. En esos campos creí morir por primera vez, pero eso es algo que contaré otro día.
Los edificios en los que yo vivía eran grandes y altos. Estaban construidos con esa arquitectura de la expansión franquista de finales de los sesenta, feos como su puta madre, repetidos en bloques idénticos hasta la náusea por calles laberínticas en las que era fácil perderse si no eras un indígena. Por delante había jardincitos minúsculos pero por detrás no hacían concesión ninguna al horror urbano más despiadado y carente de alma.
Los bloques tenían patios traseros con una puerta de chapa oxidada bordeada de remaches, con un tirador hecho con un vástago de hierro soldado a puñetazos y una pequeña reja en la parte superior como una celda carcelaria. Agresivas. Desafiantes. Llenas de misterios para el niño que yo era. Cada una a su modo.
Habitualmente estaban plagadas de unos rectangulitos de papel adhesivo, cada uno de un color, no más grandes que mi dedo pulgar de entonces. Tardé en entender qué significaban; flechas azules, rayas naranjas, círculos rojos. Todo un lenguaje de signos incomprensible para mí. Imaginé mil cosas, pero ya no recuerdo cuáles. Las pegaban allí los vendedores puerta a puerta para comunicarse quién sabe qué, portero hostil, vieja que te abre sin preguntar, perro peligroso.
También estaban llenas de pintadas. Casi todas incomprensibles, pero sin ese rollo pseudo-artístico de los graffitti que aparecieron más tarde. Una celebraba la revolución turca, otra hablaba de las peras de Maribel, otras (muchas) eran bocetos de pollas no anatómicamente correctas. Algunas, menos de las esperadas, reclamaban libertades y muertes merecidas de dictadores hijos de puta. Una era especialmente críptica: ELVIS ES JULA. Así, en mayúsculas perfectamente tipografiadas. Creía entender la palabra del centro, pero el mensaje me resultaba completamente insondable.
Pero lo que resultaba más misterioso para mí de aquellas fachadas traseras era una ventana.
Medía menos de medio metro de alto. Estaba a la altura del suelo, en uno de los bloques del fondo, que por alguna razón no era exactamente igual a los demás. La ventana era como el lucernario de un sótano, algo extraño porque el resto de los bloques no tenían planta baja. Tenía unas rejas verticales roñosas y cubiertas de pegotes de pintura que protegían un cristal traslúcido rajado en las esquinas. El interior lo tapaban unas cortinillas mugrientas con dibujos geométricos que en algún momento quizá habían sido blancas pero que ahora eran amarillentas con lamparones marrones. Un amigo mío, propenso a lo teatral, decía que eran «más antiguas que el mundo».
Cada vez que la veía sentía una mezcla de miedo, inquietud y tristeza, como si fuese el acceso a un mundo de aflicción insoportable que te contaminase con solo acercarte. Repetidas veces soñé con ella: en mis sueños no era inmutable y cerrada, sino abierta y oscura, y yo me asomaba y veía un abismo enorme, con desniveles grises e incompletos, repleta de cañerías y tubos como raíces de árboles viejos, el mundo de desolación que imaginaba despierto pero materializado y amplificado.
Esa ventana y el horror asociado a ella formó parte de mi infancia durante mucho tiempo. Otras temporadas no ejercía sobre mí su influjo maligno: cuántas veces pusimos petardos de pela en las cacas de los perros allí mismo y jugamos a carreras de chapas en la arena que había un poco más allá y ni siquiera fui consciente de que la ventana seguía ahí. Ahora que lo pienso entiendo que el abismo me observaba separando apenas un poco la rancia tela, pero yo estaba ahí, ignorante, riendo a carcajadas o inventando tonterías.
Un día, inesperadamente, pasé al lado de la ventana y estaba abierta. No del todo, porque tenía las bisagras en la parte superior y solo oscilaba hacia dentro unos centímetros, pero para mí fue como si una barrera que había supuesto infranqueable se hubiera derrumbado. Me quedé helado. Iba solo, cosa rara, porque durante la infancia en los años setenta siempre estabas rodeado de amigos; ese día, sin embargo, no había nadie conmigo. Mis pesadillas me asaltaron y se sucedieron una tras otra como las viñetas de un tebeo. El terror me paralizaba, pero también me llamaba. Las cortinillas parecían algo diferentes y se mecían levemente por el viento. Sonaba algo.
Por supuesto, acudí, y me arrodillé. Casi me sorprendí al descubrir que el abismo de cloacas y el laberinto de tuberías no estaba allí; el interior, en penumbra, dejaba entrever una caja de cartón deformada, unas botellas sin etiqueta, algo grande al fondo como un camastro o una mesa baja. Olía a bodega, ese olor húmedo y pegajoso que también seduce un poco. Ya más cerca, comprendí que lo que se escuchaba era música. Totalmente diferente a lo que yo había oído nunca. Lenta, siniestra, amenazadora, que me encogía el corazón y me impedía salir corriendo. Si aquello hubiera sido el canto de sirena de un depredador aún seguiría allí.
Pero unos ruidos más mundanos al fondo de la estancia, voces y ruido de cubertería, me recordaron que debía alejarme disparado de allí y eso hice.
Mi relación con la ventana acabó ahí. Quizá haber visto lo que había detrás de los visillos rompió el hechizo, o me hice mayor, o una mezcla de ambas cosas. Lo cierto es que volví a pasar por allí delante un millón de veces y, como tantos otros componentes del paisaje, se convirtió en decorado de la escena y desapareció de mi vista para siempre.
A veces pienso en la música que escuché aquel día y casi la recuerdo.
[...]
"Yet there is this new voice in your head, and even though it says horrible and scary things to you, it is the calmest and sweetest voice you’ve ever heard. Somehow, this voice you know you should be afraid of gives you comfort. “It can all be over right now”, it offers you, “it’ll only hurt for a second”. You argue with this voice because you know you should."
"But my family needs me. My friends will miss me, right? “No, no. They won’t. You are a burden to them. They are frustrated with you because you’re not getting any better. You drag everyone down, you see. They will miss you a little bit, but mostly they will be relieved. You should absolutely leave this world, it will be the best way for you to help them, to help the whole of humanity in fact.”"
Es una buena pregunta. Para responderla hay que remontarse a cuando eras niño, una tarde de primavera, a la salida del colegio.
Te quedaste rezagado jugando con los escombros mientras la gente se subía al autobús. Tu clase había terminado a la hora prevista pero por alguna razón los mayores (que siempre se sentaban en la última fila y que a ti te daban cierto miedo) se estaban retrasando. Así que, como niño que eras, decidiste que era divertido reunir unos cuantos ladrillos y trozos de cemento y hacer una pequeña construcción, que si recuerdas, quedó muy bien (un ladrillo tenía un trozo de metal casi recto que pusiste a modo de bandera).
Un brote de responsabilidad rompió tu concentración. Miraste al autobús, lo sentiste demasiado lejos, e inmediatamente oíste el ruido de la puerta al cerrarse. Ese ruido está clavado en tu memoria. No tienes claro de si es un falso recuerdo porque el autobús debería tener puertas hidráulicas que suenan chuff y no blam al cerrarse, pero qué más da, lo mismo era el ruido de la sangre agolpándose en tu cabeza.
El autobús emprendió la marcha y el pánico se apoderó de ti. Echaste a correr, porque eso sí lo recuerdas bien, construías cosas en la escombrera para matar el tiempo pero lo que de verdad querías era llegar a casa y jugar con tus verdaderos juguetes.
Los niños corren menos que los autobuses, pero tú estuviste a la altura: el autobús se incorporó al tráfico y tú le seguiste, al principio por la acera, pero en seguida por la mitad de la calzada, sin perderlo de vista. Ya llorabas con sollozos y lágrimas, sin saber que eso te hacía desperdiciar recursos que deberías haber empleado en mover tus piernas y llenar tus pulmones de aire, pero estabas bloqueado, un bloqueo poco racional, porque si hubieras vuelto al colegio solo habría bastado con ir a secretaría, contar lo que había pasado y desde allí habrían llamado a alguien que te fuera a buscar.
Pero no, tú tenías que alcanzar el autobús, llamar al portón a puñetazos y que te abrieran, para sentarte fatigado en la primera fila y llegar a casa con el aliento recuperado como si nunca hubiera ocurrido.
Claro que eso no ocurrió. Corriste a apenas unos metros del autobús a lo largo de la calle Encomienda de Palacios, pero cuando el autobús giró a la derecha para subir la cuesta, todo se te fue haciendo más difícil. Un par de coches te pitaron. El autobús fue ganando terreno y casi lo perdías de vista. El corazón te bombeaba en las sienes y los pulmones te ardían. Un semáforo detuvo al vehículo y te permitió recuperar la distancia y en la plaza de Pablo Garnica casi lo alcanzaste: golpeaste la chapa trasera dos veces sin resultado e incluso llegaste a meter el dedo meñique de la mano izquierda en la rejilla de ventilación, con la lógica infantil de que con eso detendrías la marcha o te conseguirías encaramar a la máquina.
El autobús resopló (qué bien recuerdas eso) e hizo la curva de la glorieta mientras escuchabas bocinazos detrás de ti. Tu meñique despellejado y dolorido perdió agarre y fuiste viendo poco a poco cómo volvías a perder.
A la altura del cruce más allá de la relojería seguías corriendo por la mitad de la calzada. Los sollozos te ahogaban y no podías respirar. Las lágrimas distorsionaban tu visión. Tu cerebro estaba totalmente colapsado. Y pese a que ya no alcanzarías nunca el autobús y a que estabas ya muy cerca de tu casa no dejaste de correr.
El resto está difuso en tu cabeza. Crees recordar al autobús estacionado en tu parada, tu madre discutiendo con la cuidadora, gente señalándote y mencionando cómo un niño había venido corriendo detrás del autobús escolar entre el tráfico. Un torbellino mental agitado por el torrente de adrenalina o la presión sanguínea o la falta de oxígeno.
Por supuesto que recuerdas todo esto. Y siempre que algún vecino lo mencionaba lo hacía comparándolo con aquella otra historia mucho más siniestra y que también recuerdas del niño que había sido atropellado por un autobús en la calle Camino de los Vinateros. El conductor no se había dado cuenta y había conducido por medio barrio con el niño encajado en el guardabarros de la rueda trasera derecha. Sí, aquel relato horrible había recorrido las calles de Moratalaz durante meses y era imposible olvidarlo cada vez que te fijabas en el poco espacio que había entre la doble rueda trasera y el guardabarros. Era como un molino hecho de caucho, como una picadora de carne en movimiento.
Y volviendo a tu pregunta. La respuesta es complicada y seguramente pensarás que me he ido por las ramas. Y es que no hay una única razón a por qué no dejas huella en ninguna parte. Tú mismo has llegado a conclusiones dolorosas que lo explican en parte, como tu falta de talento, tu escasez de contactos o simplemente la mala suerte.
Pero hay una opción que has contemplado en secreto y que no llegas a tomar en serio del todo. Es disparatada pero explicaría tu fracaso perfectamente. Y es que las dos historias del autobús sean en realidad la misma historia. Por eso desde la infancia tu memoria es débil y tienes lagunas de meses o años. Al contrario de lo que todo el mundo afirma, para ti el tiempo parece que no pasa, hoy ya debería ser jueves pero sin embargo aún es martes, y los meses se alargan semanas y semanas y las estaciones duran años. Por eso nada parece seguir las reglas de la lógica, triunfan obras artísticas que no aguantan ni el más mínimo análisis, la economía se colapsa y la gente no tiene qué comer pero no hay revoluciones, la mentira se apodera de todo y a nadie parece importarle. Como si estas cosas estuvieran pasando dentro de la febril mente de un niño que no entiende nada y que solo quiere llegar a su casa mientras la picadora gira y gira.
En aquel tiempo la gente coleccionaba discos porque eran piezas únicas. Era muy difícil conseguir algo que no estuviese de moda en el momento y no había ningún canal sencillo para encontrar cosas viejas como no fuera bucear en las tiendas de compra-venta confiando en tu suerte o viajar a Londres para ir a comprarlas a HMV o a Virgin, que pocos nos podíamos permitir.
Por razones irrelevantes me había juntado con dos copias del disco Manifesto de Roxy Music. Una me la había regalado mi hermana; la otra, ni idea. No era un disco especialmente interesante (al menos para mí, que del grupo me gustaban los trabajos posteriores).
Una noche me presentaron al amigo de una amiga de un amigo en el Libertad 8 durante unas veladas de lectura de poesía. Se llamaba Joaquín, era bastante mayor que yo y era un apasionado del arte pop de los 70. Según él tenía una de las colecciones más increíbles de discos de vinilo de todo Madrid (lo de «discos de vinilo» es algo que se dice ahora, entonces eran simplemente discos o cassettes), especialmente de un grupo que yo no conocía que se llamaba Mannheim Steamroller. Me estuvo dando la tabarra sobre las maravillas de la banda durante toda la noche, copa tras copa, hasta que el resto de amigos se fueron yendo y yo me quedé con él. Cerramos el Libertad y fuimos a otro sitio cercano donde la conversación fue parecida hasta que mencioné a Roxy Music.
Él andaba buscando como loco el disco que yo tenía repetido.
Se lo comenté y le dije que le regalaría una de mis copias; él, completamente apasionado, me dijo que de ninguna manera, que era un objeto muy valioso y que esa transacción merecía ser pagada con justicia. Yo insistí pero fue inútil; convinimos en que me pagaría diez mil pesetas por él.
Nos despedimos y nos retiramos tras intercambiar nuestros teléfonos. Al día siguiente me llamó por la mañana a primera hora, cuando yo aún andaba con la cabeza como un bombo y la boca con sabor a extintor de incendios como diría Larry. Me costó reconocerle y recordar de qué iba todo aquello; según él teníamos que vernos como fuera y hacer efectivo el intercambio.
Yo le estuve dando largas durante varios días, entre otras cosas porque tenía planes más interesantes. Me llamó todos los días durante una semana hasta que dejó de hacerlo.
Unas semanas después, otro sábado por la mañana buscando algo que escuchar me encontré con los gemelos Manifesto en mi escasa colección de música. Me acordé de Joaquín y de su interés en comprarme uno de ellos y decidí llamarle; lo intenté varias veces, pero no conseguí hablar con él porque su número no me daba tono. También me había dejado su dirección, así que decidí que qué mejor forma de joder un sábado poco prometedor que darme un paseo hasta el barrio de Aluche con el disco en una de esas bolsas de plástico cuadradas que ya no existen a ver si daba con él.
Así lo hice; me presenté en su casa, llamé al portero automático y me presenté. La voz al otro lado titubeó, pero acabó abriéndome la puerta. Subí y me estaba esperando en el rellano de la escalera.
Estaba demacrado como si estuviera enfermo, con ojeras hasta los pies, barba de varios días y un botellín de Mahou en la mano. Me dio la sensación de que estaba incluso más calvo de lo que recordaba. No obstante, con notable esfuerzo, se mostró efusivo y me invitó a pasar.
Tenía toda la casa revuelta, ropa de cama en el sofá del salón, cortezas de queso y migas de pan por el suelo y un comedero de perro embarrado de galletitas en una esquina. Todos los signos indicaban que era un mal momento; pregunté si debía volver otro día pero él me insistió en que todo estaba bien.
Había discos por todas partes. En el salón todas las paredes menos la del sofá estaban cubiertas por estanterías baratas a reventar; discos en la cocina, discos en el baño, discos por los pasillos apilados en el suelo. No entré en el dormitorio, pero seguro que estaba igual.
Me ofreció una cerveza y se disculpó por no tener algo con qué acompañarla. Me estuvo enseñando su colección horas y horas. El ambiente estaba tan cargado que le pregunté dos veces si abríamos la ventana para ventilar un poco aquello; él no pareció oírme de lo entusiasmado que estaba.
Tenía palmos y palmos de discos de Mannheim Steamroller. Muchos de ellos conservaban aún el envoltorio de plástico sin abrir. Me dijo que eran joyas y que yo debía escuchar al grupo en alguna ocasión, pero que no iba a ponerme ninguno de los suyos para no degradar el vinilo.
Como se me hacía largo le interrumpí y le entregué el disco de Roxy Music. Él lo cogió con mucho cuidado, lo sacó de la funda, le quitó el polvo con la manga. Después de contemplarlo un tiempo me dijo que lo sentía en el alma pero que no tenía las diez mil pesetas que me había prometido; yo le contesté que daba igual, que desde el primer momento había pensado en regalárselo y que eso iba a hacer. De nuevo se negó, usando exactamente las mismas frases que aquella noche, una y otra vez. Finalmente, me dijo que esperara; entró en el dormitorio y volvió al rato con una bolsa de plástico.
No tenía dinero, me repitió, pero a cambio del disco me daría un puñado de monedas de Alfonso XII de 1877 que había heredado de su abuelo. Yo me negué. Él insistió. Así estuvimos un buen rato hasta que claudiqué y las acepté.
El disco tuvimos que escucharlo entero. Como ya he dicho, a mí me parecía aburrido, pero él disfrutó un montón. Decidí irme; a la salida volví a fijarme en el comedero con el emplasto de galletas de pienso y me di cuenta de que no había visto ningún perro en toda la mañana, pero creí mejor no preguntar. Finalmente nos despedimos. No volví a verle.
Unos años más tarde, en una tienda de coleccionistas, vi un disco completamente negro de Mannheim Steamroller y, recordando a Joaquín, me lo compré, movido por la curiosidad. No me gustó nada. Sólo lo he escuchado una vez. Si lo quieres, es tuyo.
Y finalmente el otro día cogí las monedas de Joaquín que he ido arrastrando conmigo de casa en casa y de vida en vida y me acerqué a las tiendas de numismática de la Plaza Mayor para ver si las podía vender. Allí me dijeron que aquellas monedas no valían nada. Para jugar al mus, si acaso. Que si estuviesen en mejor estado, o si fuesen de las que hubo en la misma época pero hechas de plata, quizá. Las mías son de cobre. Podría fundirlas y hacerme un cable.
La vida es cambiar cosas que no valen nada por otras que tampoco valen nada.
"The so-called ‘psychotically depressed’ person who tries to kill herself doesn’t do so out of quote ‘hopelessness’ or any abstract conviction that life’s assets and debits do not square. And surely not because death seems suddenly appealing. The person in whom Its invisible agony reaches a certain unendurable level will kill herself the same way a trapped person will eventually jump from the window of a burning high-rise. Make no mistake about people who leap from burning windows. Their terror of falling from a great height is still just as great as it would be for you or me standing speculatively at the same window just checking out the view; i.e. the fear of falling remains a constant. The variable here is the other terror, the fire’s flames: when the flames get close enough, falling to death becomes the slightly less terrible of two terrors. It’s not desiring the fall; it’s terror of the flames. And yet nobody down on the sidewalk, looking up and yelling ‘Don’t!’ and ‘Hang on!’, can understand the jump. Not really. You’d have to have personally been trapped and felt flames to really understand a terror way beyond falling."
A veces imagino que se pudiera trazar una gráfica que uniera la mediocridad de todas las personas del mundo, como una enorme tela de araña. En el centro de esa red de líneas, como punto máximo de la mediocridad del mundo, estaría yo.
Pero solo es una mentira que me cuento a mí mismo, para consolar mi mente lacerada. Ese centro de la mediocridad sería extraordinario, sería notable. Pero ese no soy yo. Ni siquiera soy espectacularmente mediocre. Solo soy mediocremente mediocre.
Todo el mundo sabe que Yahoo ha comprado Tumblr por una cantidad increíble de pasta. La jefa, Marissa Meyer, ha dicho:
"Me complace anunciar que hemos llegado a un acuerdo para comprar Tumblr. Prometemos no cagarla. Tumblr es increíblemente especial y tiene algo muy grande entre manos".
¿No cagarla? Los usuarios de Tumblr lo tienen muy claro: nadie quiere que Yahoo meta sus grasientas manos en el asunto, porque tienen claro que sí la vais a cagar. De hecho, juran preferir abandonarlo todo y jugarse los ahorros en algún sitio como partypoker.es/ o aprender cocina o cualquier otra cosa.
Es normal: uno de los secretos del éxito de Tumblr es que no importa que seas un pelao o un magnate tejano del petróleo, todos los frikis son bienvenidos. Para tranquilizar a su gente, David Karp ha dicho:
"No nos vamos a convertir en «púrpura». Nuestra sede no se muda. El equipo no cambia. Y nuestra misión (facilitar a los creadores que lo hagan lo mejor que puedan y alcanzar la audiencia que merecen), ciertamente no va a cambiar."
Promesas, promesas.
Otros dicen que los números no cuadran. Yahoo ha pagado 1100 millones de dólares por un sitio que recauda 13. ¿Por qué? Y además, ¿es que no han mirado el contenido de Tumblr? Hay toneladas de «material adulto» (es decir, porno). ¿De verdad no van a interferir?
Mentira.
David Winer también tiene un comentario relacionado el tema: en este artículo menciona cómo el comprador de su empresa le prometió un puesto con un nombre espectacular. Cuando descubrió que a su primera presentación no acudió, la respuesta fue:
"Solo fue algo que te dijimos para alcanzar el acuerdo".
Es como cuando en un cambio de trabajo te dicen que te subirán el sueldo después de un año. Promesas. Lo que no saques en el momento de la negociación no existe.
Este artículo, 10 gross ingredients you didn't know were in your food, muestra una lista bastante divertida de cosas asquerosas de las que se extraen componentes que se usan en alimentación. Los más interesantes son:
El método de preparación de los nuggets de pollo, relatado en este otro artículo, merece una mención especial. Lo resumo aquí, por si queréis prepararlos en casa:
Otras marranadas que no aparecen en el artículo pero que también suenan deliciosas son el cuajo animal, que se obtiene de la mucosa del cuarto estómago de los rumiantes y se usa para hacer quesos, o el almizcle, que es una glándula apestosa que tienen algunas especies de ciervos, bueyes y ratas y que se usa para la elaboración de perfumes.
Ya publiqué una vez las cosas raras que la gente busca en Google. Aquí va otra tanda:
aun recuerdo el olor de su culo
Como para olvidarse.
zapatos dedos fuera artista con los dedos de fuera de los zapatos bultos en los dedos delos pies correccion dedos del pie subidos tengo una grasita en unos de mis dedos de pie deditos curiosos con carita
Esto de los dedos es algo enfermizo. Google: basta. Aquí no hay nada de esto.
me quede esperando tu llamada
Lo siento. Estaba ocupado dibujándome caritas en los dedos.
el triptico del oido
¿Y no será el tríptico del odio?
me quede dormida esperando
Eso es que no te atienden como mereces. Conmigo no te pasaría, pero no estoy interesado, gracias.
fraces como q me borres de las redes sociales no significa q me borres de tu mente
Aquí no encontrarás «fraces» como esa, calamar.
me quede dormido en el trabajo
Y cuando desperté, me puse a buscar chorradas.
follar en medina del campo
Estoy seguro de que no es tan difícil, si se pone empeño.
bebe de burro y ser humano
Sigue buscando; seguro que no estás solo.
parece mentira que esto se acabara asi
Quién lo hubiera dicho, ¿verdad?
Hace un porrón de años, siendo yo adolescente, andaba borracho perdido por ahí cuando perdí a mis amigotes. No di con ellos, pero encontré a un grupo de tres chicas que me contaron que se iban a la Verbena de San Isidro y me pegué a ellas. Eran simpáticas y andaban celebrando algo que no recuerdo pero con lo que me sentí terriblemente identificado. Creo que eran algo menores que yo y con tendencia a pegar gritos como locas por cualquier cosa, pero eran chicas y tenían dos litros de cerveza, así que cumplían todos los requisitos que entonces tenía para mí un grupo perfecto.
Cuando llegamos a la verbena allí había una feria, con caballitos, tómbolas y noria, lleno hasta los topes de familias, de música machacona y de ese olor asqueroso a gallinejas y entresijos que me ponía malo. También había un Tren de la Bruja.
El Tren de la Bruja era una atracción que creo que ya ha desaparecido, porque hace muchos años que no la he vuelto a ver. Era muy simple: sólo un trenecito para niños con una trayectoria circular que atravesaba el mismo túnel una y otra vez. Alrededor de éste solía haber un personaje vestido de bruja estrafalaria que gritaba a los niños, les asustaba y les daba con una escoba. Y eso era todo. Había una cola enorme de niños esperando recibir lo suyo.
Entonces yo solté una de mis boutades:
-El trabajo perfecto es ser La Bruja en el Tren de la Bruja: te pasas el día pegando escobazos a niños y encima te pagan.
Una de las chicas, que se llamaba Mercedes (la única de la que recuerdo el nombre), me rió la gracia con estruendo. El resto de las chicas le hicieron coro un instante después y ya me convertí en el macho alfa del grupo, si es que no lo había sido hasta entonces.
Con mi ego henchido como un pavo, se me ocurrió que era una pena que gracias como esas se perdieran en el infinito. Así que, con la lucidez que dan algunas borracheras, mi cerebro empezó a maquinar un sistema para perpetuar frases cortas, que la gente las leyera y las puntuara. Yo ya había tenido contacto con los ordenadores entonces, pero los que yo conocía no tenían ningún método de almacenamiento permanente que no fueran cassettes y aquello era engorroso e impracticable, con lo cual mi invención se desarrolló en un ámbito puramente analógico.
Imaginé un tablón de anuncios de esos de corcho, colgado en el pasillo en algún lugar concurrido como el instituto, el club del barrio o el bareto, en el que se podían colgar un máximo de 10 trozos de papel de un tamaño dado (pequeño, como para que cupiese una frase o un párrafo corto). Cualquiera que leyera aquellas frases podía cambiar dos de ellas de orden si una le parecía más divertida que la otra, de forma que lo que más gustaba se iba moviendo hacia arriba y lo que menos hacia abajo. Si querías contribuir algo al panel, lo escribías en un papel de tamaño apropiado, movías todos los mensajes que ya estuvieran clavados al corcho una posición para abajo y tirabas el último.
Estaba pensando en qué era más justo, si intercambiar cualquier par de papeles o sólo los adyacentes cuando Mercedes me cogió de la mano y me pidió que subiera a la noria con ella (las cestas eran solo para dos personas; por eso me acuerdo de su nombre y no de los de las demás chicas). El mundo real me reclamó y no volví a pensar en ello. La noche duró mucho y no acabó bien, pero eso es otra historia.
Ahora que lo pienso con detenimiento, más que a Twitter, mi corcho de los chistes malos se parece más a sistemas como Reddit o Hacker News. Pero qué más da.
En estos días de jolgorio y exceso seguro que escucharás a algún carca decir algo como esto:
"Cómo se ha desvirtuado la Navidad, antes era una fiesta religiosa y ahora todo son comilonas y gastos"
Pues no, todo lo contrario. Durante la dominación romana, el 25 de diciembre se celebraban las Saturnales, unos días después del solsticio de invierno, para regocijarse del retorno del «Sol Invictus», el Sol que sale de su letargo y empieza a hacer que los días sean más largos. Era costumbre hacer grandes comilonas, fiestas y orgías, regalos a los niños e incluso se daba tiempo libre extra a los esclavos. Por lo visto, el origen es aún más antiguo, ya que incluso en el antiguo Egipto se celebraba el 25 una fiesta a Osiris (también relacionado con el Sol). No fue hasta el siglo III que el papa de turno cambió la fecha de nacimiento de Jesús (que nunca había sido motivo de celebración) desde la primavera en la que parece que nació hasta el 25 de diciembre para tratar de absorber una fiesta pagana que se resistía a desaparecer.
Así que en estos días bebe, folla, come, grita y ríe, que el verdadero y único hacedor de vida, el Sol, renace. Que estos advenedizos cristianos no te roben lo que te pertenece, hijo de la Tierra.
El proceso creativo es un ciclo. Cuando no estás dentro de él, eres libre. Cuando estás atrapado, es un descenso en barrena.
Estas son sus fases:
Hoy, hablando en una lista de correo electrónico sobre Stanisław Lem, me he acordado de esta historia.
Cuando estaba haciendo el servicio militar en Valladolid yo tenía una novieta que se llamaba Rosa. En realidad no era ni siquiera eso: sólo estuve con ella tres veces. La primera me entró en un bar y nos enrollamos sin apenas mediar palabra; la segunda nos volvimos a encontrar en el mismo bar, insistí e insistí para repetir el besuqueo y magreo del encuentro anterior hasta que al final, no sé si convencida o hastiada, accedió (yo era inasequible al desaliento entonces). Esa vez hablamos algo más porque la acompañé a casa. Me enteré de su nombre, de sus gustos musicales y de que tenía un hermano haciendo la mili en Madrid (hurra por esa organización del ejército español). Hablando de libros le comenté que me gustaban Borges y Kafka, y ella me dijo que, siendo así, me iba a regalar un libro que no se había terminado pero que a mí me iba a gustar. Así que quedamos al día siguiente.
El libro era «Memorias encontradas en una bañera», de Stanisław Lem. Yo ya había leído las historias de Ijon Tichy y otros libros como «Congreso de futurología» y «La investigación», y era un autor que me gustaba. Aquel libro, sin embargo, era nuevo para mí. Ella me lo dio y se fue porque tenía prisa, guardándose sin apego un papel en el que yo le había escrito mi nombre y dirección por si me quería escribir y volvernos a ver.
Al día siguiente tuve que trasladarme con todas mis cosas al cuartel de artillería de Medina del Campo con el comandante Villanueva, para el que estaba haciendo un programa para mantener los inventarios de las maniobras. Allí estuve tres días trabajando de sol a sol, retocando mi programa porque a veces cascaba y metiendo datos sobre tanques, materiales y lanzacohetes Teruel. Aparte de lo coñazo del trabajo, cada vez que me tenía que ir a dormir a la batería (siempre más tarde del toque de retreta), tenía que pelearme con el imaginaria para que me dejase pasar, y eso a pesar de tener una autorización expresa del comandante para poder llegar más tarde de la hora.
Aquellos días fueron intensos y no recuerdo mucho de ellos; en parte fueron fructíferos porque allí confirmé que el ejército español no solo arrestaba a soldados, sino también a animales o cosas, como Jeeps o burros. Yo ya había oído algo de eso (sin creérmelo demasiado) cuando era recluta y me dijeron que las duchas de mi compañía estaban arrestadas porque se había suicidado un tío en ellas; esa era la explicación a por qué había que cruzar en calzoncillos quinientos metros entre la nieve de diciembre en El Ferral de Bernesga (León) para ir a ducharnos a la compañía de al lado.
El último día que estuve en Medina del Campo el comandante Villanueva se despidió de mí a primera hora y se volvió en coche; yo tenía que terminar mi trabajo y volverme por mi cuenta a Valladolid. Acabé antes de lo esperado, pero cuando me fui a hacer el petate descubrí que algún hijo de puta me había abierto la taquilla y me había robado el libro (que ni siquiera había empezado), mil quinientas pelas que tenía para volver, un par de calcetines sin estrenar y una copia que me había agenciado de la llave del bar de mi cuartel.
Cuántas veces le he deseado a aquel cabrón que le aprovechasen mi libro y mi pasta (que la llave del bar no le serviría de nada, a tantos kilómetros de distancia). Aquello me complicó la vida enormemente, y tardé casi otro día en conseguir volver a mi cuartel, después de andar rogando, rellenando papeles y hablando con mil y un burócratas de uniforme para conseguir los medios para salir de allí.
A Rosa no la volví a ver (aunque me escribió; por eso sé sus dos apellidos). El libro lo he visto varias veces en las librerías, pero nunca me lo he comprado. He preferido dejarlo así.
Lo que voy a contar aquí no es nuevo, pero es un ejemplo más de cómo funcionan las cosas.
A la gente le encanta una cosa llamada Spotify. Parece ser un servicio que sirve streaming de música a móviles y ordenadores, en el que el oyente paga una cuota y los músicos reciben un royalty infinitesimal (de 0,00029 dólares) por cada vez que uno de sus temas es escuchado por alguien. Yo era músico, mi grupo era Ann Hell y tengo por ahí un montón de música muriéndose de asco, alguna en http://archive.org y el resto recopilada en el torrent Ann Hell - Ad Nauseam (1991-2001) (que no sé si sigue funcionando). No pretendo sacar dinero de este material, sólo quizá que alguien más lo escuche y me diga que le ha gustado, y como no conozco en detalle el servicio que Spotify proporciona (no estaba dispuesto a instalarme su software para comprobarlo), entré en su página web para ver si tienen alguna sección de música gratuita a la que mandarles toda mi basura. Entre su documentación encontré alguna orientada a los artistas, pero siempre se aludía a artistas «en activo», es decir, con casa discográfica, y dispuestos a recibir las jugosas regalías que ellos conceden, nada acerca de música libre o gratis.
Dado que hay un email de contacto, me lanzo a escribirles:
Date: Wed, 30 Nov 2011 23:19:04 +0100 From: Angel Ortega <angel@triptico.com> To: content@spotify.com Subject: Questions from an artist Hi. My name is Angel Ortega and have the rights for the songs of the band Ann Hell (I was the only composer and main interpreter), that operated between 1991 to 2001. The band had a distributor in Spain (where I live) that no longer exists, so I haven't any obligation with anybody. Being the author, I released years ago under a Creative Commons license all Ann Hell music. A large set of these tunes can be downloaded from archive.org for free. I'm interested in knowing if these set of albums can be distributed via Spotify. I don't want any money. I've read your help pages, but wasn't able to discern if you distribute free music in Spotify or not. I also don't care if you distribute my songs with a charge to your users, that is your prerrogative and I would sign an authorisation to you to do it if you need something like that. As I say, I don't care about money, just want to give some use to that work and get my music heard by more people. I guess that, given that I won't perceive a buck, I don't need what you call an "aggregator" nor a contract, but please correct me if I'm wrong. I'll appreciate an answer from you, either positive or negative. Thanks for your time, Angel Ortega
En ella les cuento quién soy, que tengo una pila de música convirtiéndose en compost y les pregunto si ellos distribuyen música de forma gratuita. Además, añado que yo no quiero cobrar ni un duro, que si ellos quieren cobrar a sus usuarios cada vez que alguien oye algo mío a mí no me parece mal, y que incluso les firmaría una autorización para hacerlo oficial. Según su documentación ellos no hacen tratos directamente con los músicos, sino que lo hacen a través de «agregadores», que son el equivalente a una firma discográfica tradicional; ya que yo no quiero gestionar dinero, les pregunto si de verdad necesito un intermediario. En definitiva: «tomad mi música, ponedla en vuestros servidores y si sacáis algo, para vosotros».
Un día después me escribe un tipo muy majo diciéndome lo siguiente:
Date: Thu, 1 Dec 2011 15:55:34 +0100 From: Jacob Deshayes <jacob@spotify.com> To: Angel Ortega <angel@triptico.com> Hi Angel, Thanks for your mail. We are really glad to hear that you are interested in getting your music onto Spotify. Getting independent artists music onto Spotify is important to us so we work on various solutions to assist artists, however we have no way of uploading content without handing out revenues - content gets uploaded by our partners (labels and aggregators) through automatic feeds and there are no way for us to manually upload music ourselves. The current solution we offer indie artists is to make their deliveries through [deleted miscellaneous distributor names]. They are artist-aggregators, and we highly recommend you to use them to get your music onto Spotify. With them you can create a standard agreement and upload your music onto Spotify as well as deliver your music to other digital services such as 7digital, iTunes and Amazon. So if you want to join Spotify as soon as possible please go to one of the following sites: [deleted URLs] Best regards, Jacob Spotify Content Team
Amablemente me aclara que ellos no tienen forma de distribuir música sin gestionar beneficios y que todo lo hacen a través de estos intermediarios, sugiriéndome algunos con sus correspondientes URLs.
Así que sigo los enlaces uno a uno. En ellos descubro que no son sitios a los que les mandas tu mierda y ellos evalúan si te aceptan o no (al modo de las discográficas tradicionales o las editoriales de libros), sino que aceptan todo: eso sí, cobrando pasta al músico. Los precios varían, pero oscilan entre 20 dólares por cada tema independiente que subas y 50 por álbumes completos. Por supuesto, no te aseguran ningún tipo de promoción, sino simplemente que «tu música aparecerá en Spotify», seguramente enterrada entre otro millón y medio de autores y piezas.
El círculo solo se completa con una simple operación matemática: calcula cuántas veces se tiene que oír tu canción (recuerda, con una recompensa de 0,00029 dólares por escucha) para cubrir el gasto de 20 dólares por subirla a tu «agregador». Porque a partir de esa cifra, el resto es lo que el artista gana por su trabajo. Ya no investigué más; este tipo de sitios no te suelen pagar hasta que no has llegado a un umbral que suele ser de 100 dólares. Calcula, como otro ejercicio mental, cuántas veces se tienen que oír tus canciones para acumular 100 dólares y recibir algo de dinero.
Así que cortésmente le respondo:
Date: Thu, 1 Dec 2011 16:36:03 +0100 From: Angel Ortega <angel@triptico.com> To: Jacob Deshayes <jacob@spotify.com> Thank you very much for your quick response. I've taken a look at those aggregators you suggested and all of them ask me for money. I want to distribute my music for free, but *paying* for it is far beyond what I planned. Thanks for your time and good luck. Best regards, Angel Ortega
Y cierro el tema. No tengo claro si he aprendido algo de esto o no.